Una boda es una gran ocasión de fiesta. Si la boda es real y los contrayentes se encuentran en la línea sucesoria en una monarquía parlamentaria como la española, es lógico que la sociedad entera quede atrapada por la curiosidad, la comidilla y el interés sano o malsano por lo que la boda de un heredero a la corona significa.
Pasé largos ratos ante el televisor el sábado por la mañana. Desfilaban en protocolaria procesión las máximas autoridades del Estado. Entre la catedral de la Almudena y el Palacio Real transitaban bajo la lluvia las pamelas, las plumas y sombreros más discretos de la modistería nacional. Casas reales, nobles, profesionales, banqueros, políticos, periodistas y militares acudían al acto sintiéndose elegidos.
El pueblo lo contemplaba todo entre la envidia y la emoción. También habían quienes seguían el evento con desprecio pensando en el despilfarro de una boda fastuosa. Me cansaron hasta olvidarme de ellos el enjambre de comentaristas que circulaban por los platós de televisión o en las radios nacionales y locales.
Salieron los monárquicos empedernidos y los republicanos de rompe y rasga. Los que tenemos una memoria acumulada recordamos lo que hemos visto en aquella Plaza de Oriente. Cientos de miles de madrileños daban el últimos adiós emocionado a un Franco moribundo. Los mismos que años después desfilaban ante el féretro de Tierno Galván. Los que se manifiestan en contra del terrorismo o los que protestaban enérgicamente por el golpe de estado del 23 de febrero de 1981.
La boda del príncipe de Asturias ha sido, sobre todo, un acto de naturaleza política. Tanto si se contempla desde la vertiente monárquica como republicana. La Constitución explicita que España es una monarquía parlamentaria. Y mientras no se cambie el orden jurídico vigente, la boda del príncipe de Asturias es principalmente un acto de Estado.
Si la imaginería colectiva lo envuelve con fantasías y lo convierte en una emoción nacional incontenible, nada tengo que objetar. A los republicanos de siempre, no los que ahora empiezan a barajar estar posibilidad, les diría que la política es lo que hay que aceptar, quieras o no. Política no es hacer o pedir que se haga lo que a uno le gusta, sino lo que irremisiblemente hay que hacer, coincida o no con nuestras preferencias.
Decía Ortega que “en todo hombre hay, junto a la conciencia moral que, insobornable, sentencia sobre nuestros propios actos, una conciencia política que, en oposición a veces con lo que sostenemos públicamente, nos dice qué es lo que hay que hacer”. Había que casar al príncipe para garantizar la sucesión dinástica. Es lo que se ha hecho tanto para los monárquicos como para los republicanos.
Pero no ha sido una boda como las que los Borbones herederos a la Corona han celebrado con su dinastía reinando. No, no habido paralelismo con la que el bisabuelo de Felipe, Alfonso XIII, celebró en Madrid con atentado frustrado incluido. El Rey Juan Carlos recibió su corona de manos del general Franco pero también del pueblo español que consideró que era la mejor opción para la España moderna.
El Rey ha defendido la Constitución en momentos turbulentos. Ha ejercitado su capacidad de arbitraje con gobiernos conservadores y de izquierdas. Su fuerza, él lo sabe, es prestada. Tiene que ganarse el afecto de los ciudadanos día a día. Y no puede hacer lo que le venga en gana apartándose de lo que piensan las gentes.
Manuel Azaña se refería a la República cuando el régimen estaba en el precipicio que la llevaría al abismo. Decía que “la República no puede vivir de “prestigios” oficiales, o sea de engaños solemnes. Ninguna institución valdría la pena de conservarla si no pudiera resistir el acero de la verdad”. Pues eso vale también para la monarquía borbónica cuyo sucesor se casó el sábado con toda la pompa y circunstancia.