Una de las constantes de las invasiones militares a lo largo de la historia es la cohesión de sociedades divididas étnica, religiosa o políticamente. Stalin consiguió la unidad nacional cuando Hitler cruzó el Vístula para dirigirse a Moscú. Lo mismo experimentó la Rusia del zar Alejandro I, refugiado en San Petersburgo, cuando Napoleón se acercaba a Borodino.
La invasión francesa de España suponía una importación de las ideas ilustradas de la Revolución Francesa. Los españoles se unieron con el único objetivo de arrojar a la “Grand Armée”. Lucharon en Girona y en Bailén, en Zaragoza, en La Coruña y en Madrid. Es posiblemente la última ocasión en la que la unidad nacional no fue discutida por nadie, al margen de los “afrancesados” que eran los más progresistas de la época.
La dominación colonial de las potencias europeas en los dos últimos siglos acabó otorgando la independencia a todos los territorios conquistados en África, Asia y América. La ocupación extranjera es siempre derrotada, sea cual fuere la potencia de los ejércitos invasores. Europa central estuvo ocupada por la Unión Soviética durante medio siglo. Acabó en una retirada poco honrosa provocando, a su vez, que aquellos estados sometidos al Pacto de Varsovia hicieran cola para adherirse a una nueva Europa que cuenta hoy con veinticinco estados.
La invasión extranjera de Iraq no puede acabar bien. Los ocupantes tendrán que irse y de muy mala manera. Es cierto que en Iraq conviven en litigio permanente tres comunidades muy distintas: la chiíta, la sunita y la kurda. Lo que han conseguido Bush, Blair y, en quijotesco gesto Aznar, es que se acaben por el momento las pugnas entre las facciones nacionales iraquíes.
El último ejemplo es la declaración de Ahmed Chalabi, el hombre de Estados Unidos tras el derrocamiento de Saddam Hussein, de que la única salida posible es que los norteamericanos se vayan. Chalabi es un chiíta moderado que aceptó el encargo de aglutinar a los iraquíes bajo el paraguas protector americano. Ayer fue sometido a un registro en sus dependencias personales y ya no es cómplice de los norteamericanos.
Muchos analistas americanos han barajado la idea de que la salida precipitada de Iraq será seguida de una guerra civil entre las distintas comunidades. De momento, está ocurriendo todo lo contrario. La invasión ha provocado una cohesión nacional que hasta ahora no existía.
Se dice que Iraq no se convirtió en nación hasta los veinte después de que el Imperio Otomano perdiera todos sus dominios en Oriente al ser derrotado en la primera guerra mundial. Hasta cierto punto es cierto. Pero Iraq está en la Mesopotamia, ni más ni menos que una de las más viejas civilizaciones de la historia.
Tenemos noticias de su existencia desde hace más de cuatro mil años en el fértil valle entre el Tigris y el Éufrates. Ha perdurado como una entidad cultural y política milenio tras milenio. Tuvo sus días de esplendor en el califato de los Abásidas de Bagdad y atravesó quinientos años de dominación otomana.
Cuando en 1918 quedó otra vez libre de dominaciones extranjeras volvió a aglutinarse bajo la cohesión nacional a pesar de convertirse en un protectorado británico. Los que recuerdan las aventuras de Lawrence de Arabia saben de las rebeliones que tuvo que sofocar en la región sólo se amortiguaron por su conocimiento de la historia y de los hábitos de los indígenas.
En la segunda Guerra Mundial los británicos aguantaron las revueltas de los iraquíes incluso después haber instaurado una monarquía títere que fue desmochada en 1958 con el golpe de estado en el que el rey fue asesinado y se instaló una república secular. Pensar que no existe un orgullo nacional iraquí es desconocer la trayectoria histórica de un pueblo, dividido como todos, pero que no tolera la presencia de extranjeros. Aunque tenga que aguardar años para deshacerse de ella.
En el Pentágono saben de estrategias para derrocar regímenes por la fuerza. Y lo hacen bastante bien. Pero no conocen la historia. Y contra ella se van a estrellar.
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