La idea de vivir en un país en el que todos nos podamos sentir cómodos parece que se diluye en el horizonte de las identidades, de las reclamaciones endémicas y de los choques frontales de una clase política que no responde a las aspiraciones de una sociedad que marcha paralelamente sin participar en la crispación que alientan los partidos y los sabios tertulianos mediáticos.
No hay propiamente ninguna forma de sociedad que no se base más o menos en los prejuicios, mediante los cuales admite a unos determinados tipos humanos y excluye a otros. Hay mucho prejuicio ambiental. Se teme que el plan Ibarretxe sea el paso definitivo de la ruptura de la unidad de España. Luego vendrán los catalanes, los gallegos y finalmente se llegará a la cantonalización del país que quedará hecho trizas.
Vayamos por partes. España es una realidad histórica que ha conocido todo tipo de convulsiones. Como cualquier realidad humana es un proyecto inacabado en el sentido de que el futuro va modificando lo que parecía inamovible. ¿Quién hubiera previsto en 1975 el extraordinario progreso de un país que salía de una dictadura y en poco más de una generación alcanzaría las cotas de convivencia, crecimiento económico y autosatisfacción que hoy conocemos? El éxito de esta experiencia se debe en buena parte a la descentralización administrativa y política que se configuró en el estado de las autonomías.
Muchos pensaron que la fórmula de la España autonómica era un retroceso. Y ha ocurrido lo contrario porque se establecieron unas reglas de juego que más o menos han sido aceptadas por todos. Ha habido paz política y paz social. El país en su conjunto ha progresado. La Constitución no es eterna ni infalible. Es un marco jurídico de convivencia política y social que puede modificarse si las circunstancias así lo aconsejan.
Antes de estigmatizar al lehendakari Ibarretxe y a cuantos nacionalismos pretendan legítimamente pedir una revisión de los estatutos, convendría que se agotaran todos los recursos constitucionales para ver si estas peticiones son legítimas. Me parece apresurado el hecho de presentar una querella ante el Constitucional cuando el plan aprobado por el parlamento vasco no ha llegado ni siquiera al parlamento español. Que llegue, que se estudie, que se consulte al Tribunal Constitucional si lo que pretenden los vascos se ajusta a la Constitución. Y en caso de que no sea así, que se analice qué artículos constitucionales habría que cambiar.
No se puede resolver “a tortas” una situación tan delicada como la que ha presentado el lehendakari. Desafortunada alusión de Ibarretxe a la posibilidad de llegar a las manos en caso de que las negociaciones no prosperen. Los políticos curtidos no pueden ni siquiera insinuar una hipotética alternativa violenta. Pero si tenemos en cuenta que la política se basa en el hecho de la pluralidad de los hombres no se pueden utilizar los prejuicios como norma de conducta política.
Considero inoportuna y peligrosa la iniciativa propuesta por el parlamento de Vitoria. Pero una vez formulada hay que aplicar la sabiduría política para buscar soluciones. No es prudente recurrir al griterío, a los prejuicios, a las bajas pasiones y los temores sobre catástrofes que no se han producido todavía. Es la hora de la política en mayúsculas porque el ambiente está convulsamente agrietado.
Todo se puede decir y todo es factible de perfeccionarse. Pero con orden y con responsabilidad. España no se va a romper. Es muy vieja y tiene demasiadas heridas en las costuras. La clase media tan extendida no lo va a permitir. A no ser que políticos y medios de comunicación se empeñen en provocar un gran incendio.