El talón de Aquiles del plan Ibarretxe es que ha llegado al Congreso de los Diputados sin una amplia mayoría de la sociedad vasca. Cuando el lehendakari se da cuenta de que el gobierno Zapatero no está dispuesto ni siquiera a negociar la posibilidad de abrir un proceso de negociaciones sobre lo acordado por el parlamento vasco, le recrimina al presidente del gobierno su compromiso de aceptar lo que acuerde mayoritariamente el parlamento de Catalunya.
La cuestión no es menor. El plan Ibarretxe no es fruto de un consenso trabajado entre todas las fuerzas políticas vascas sino que es un proyecto de cuño nacionalista no compartido por casi la mitad de la sociedad vasca con representación en el parlamento de Vitoria. Si la mayoría obtenida por Ibarretxe, además, es consecuencia de una estrategia estudiada por la ex Batasuna dividiendo sus votos a favor y en contra del proyecto, no puede argumentar que sus reformas son aceptadas y queridas por la mayoría de los vascos.
Es un plan nacionalista, todo lo legítimo que se quiera, pero no es un plan vasco. Cuando el gobierno de Madrid le dice que es un error en el fondo y en la forma le indica también que no se ajusta a la Constitución y le aconseja que vuelva a empezar, que consiga un más amplio consenso y después ya se verá.
La reforma del estatuto catalán ha sido uno de los objetivos del gobierno tripartito en los doce meses que lleva gobernando. Las posiciones de Esquerra Republicana y las del Partito Popular de Catalunya están muy alejadas. ERC es independentista y el PP no lo es. Tampoco los socialistas catalanes están a favor de una ruptura con España. Y CiU, a pesar de sus titubeos y a pesar de ver con buenos ojos el plan Ibarretxe, tampoco se inclina por un enfrentamiento abierto con Madrid.
La reforma catalana busca el consenso por encima de todo. Y anuncia que todo se puede hacer en el marco de la Constitución. Tanto en el fondo como en la forma es difícil establecer paralelismos entre los proyectos de nuevos estatutos en Euskadi y en Catalunya. Dicho en palabras muy al uso en el siglo XIX, el nacionalismo vasco utiliza aquello del “trágala”. Los catalanes no sabemos, ni podemos por la experiencia de la historia, ni siquiera pensar en la posibilidad de pronunciar un “trágala” para nada. Sabemos que el consenso es absolutamente imprescindible para la convivencia interna y externa.
Decía el president Maragall que difícilmente España podrá ignorar una propuesta que esté avalada por la mayoría de los catalanes. Especialmente si no está formulada con criterios de ruptura sino de una manera diferente de integración. Respecto a los nacionalismos hay que tener en cuenta también lo que decía Maragall cuando ayer invitaba a los españoles que critican a los llamados nacionalismos periféricos que se miraran en el espejo. Hay nacionalismos periféricos. Sí. Pero también hay un nacionalismo español que no quiere aceptar las maneras distintas de formar parte de España.
La variedad y pluralidad de España existe. Cuando surgen voces que piden un reajuste de la conformación jurídica del Estado hay que escucharlas. La unidad n o quiere decir uniformidad.
Los grandes estados del mundo, desde el imperio romano hasta el austriaco, son ejemplos de una riquísima diversidad de naciones, culturas, paisajes humanos, usos y tradiciones. Decía Azaña en 1934, poco después de ser acusado de participar en los hechos del 6 de octubre, que “estoy convencido de que las malas inteligencias entre Catalunya y el resto de España nacen, entre otras causas, de una muy importante, que es la ignorancia”.
En estos momentos de turbulencias es precisa mucha inteligencia política. Por parte de todos. Es una buena noticia que el presidente Zapatero y Mariano Rajoy se hayan reunido en tono constructivo en La Moncloa. Sin el acuerdo de los dos grandes partidos es imposible cualquier reforma de gran calado. Se puede hablar de todo y con todos siempre que sea dentro del marco de las leyes.