El conquistador es amigo de la paz. Así lo proclamaba un personaje como Napoleón que se adueñó por la fuerza de casi toda Europa con el objetivo de que se sometiera a sus grandiosos designios. Napoleón pretendía regenerar Europa con las genialidades de su programa de modernización. Y lo hizo con un poderoso ejército, el primero que se dedicó a reclutar soldados de la sociedad civil, que rompía los delicados equilibrios de un continente que habitualmente se encontraba en guerra.
La Grand Armée napoleónica se estrelló en las estepas de Rusia, en las emboscadas de la guerrilla española y en la astuta estrategia del duque de Wellington que le derrotó en Waterloo. Era un nuevo intento de imponer una doctrina política con la fuerza de las armas. Más de un siglo después lo intentó Hitler que se estrelló también en Rusia y en las costas atlánticas de Normandía.
La última vez que una idea imperial se adueñaba de Europa fue protagonizada por el Imperio Romano que se extendió desde Siria hasta Cádiz, pasando por Britania y Europa Central hasta la ribera del norte de África. Las legiones romanas conquistaban los territorios pero construían calzadas, aplicaban el derecho y sembraban una cultura que tenía muchos rasgos de la antigua Grecia.
No era una democracia la de Roma. Existía la esclavitud y una ciudadanía romana reservada en un principio a muy pocos. Europa se romanizó por que los pueblos que la habitaban así lo decidieron. La más reciente experiencia colonial fue la de Inglaterra que durante dos siglos exportó un modo de hacer, una lengua, una cultura y un derecho que fue aceptado gradualmente por muchos de los territorios conquistados. Pero tampoco duró.
El imperio soviético parecía destinado a durar hasta el fin de los tiempos y se quebró desde dentro, principalmente porque la fuerza de unos pocos se saltó a la torera el derecho y la voluntad de la mayoría. En este constante auge y caída de los imperios deberíamos recordar la advertencia del sabio Tucídides y de otros autores clásicos de que las principales razones por las que se hunden los grandes imperios son el orgullo, la arrogancia y la confianza excesiva o, en sus propias palabras, el engreimiento.
Causa un poco de extrañeza el hecho de que Estados Unidos pretendan imponer la democracia en Iraq a partir de las elecciones del domingo próximo. En una cosa estoy de acuerdo con el presidente Bush cuando decía hoy que su prioridad es completar la misión en Iraq lo antes posible. En otras palabras, buscar la salida lo menos costosa posible a la luz del error de haber pretendido pacificar y democratizar un país con la invasión militar.
Muchos iraquíes están dispuestos a votar el domingo. Pero hay que aceptar que la democracia que salga de las urnas no tendrá nada que ver con la que disfrutamos en Occidente. La historia sigue sin detenerse ni un segundo. Sería una lástima que los iraquíes decidieran gobernarse a sí mismos convirtiendo la incipiente democracia en un campo de luchas fratricidas.