El silencio reina en el barrio del Carmel. Grupos de barceloneses entran y salen de sus domicilios con bolsas a cuestas. Llevan lo puesto, lo imprescindible, para llevárselo a casa de un pariente o a un hotel habilitado por el Ayuntamiento. Son actores pasivos de una catástrofe que no ha causado víctimas pero sí que ha sacudido la seguridad más elemental de las gentes de todo un barrio. Un millar de ciudadanos se han encontrado sin domicilio. Se les ha dicho que podían regresar al domicilio para exigirles horas después que lo abandonaran por falta de seguridad.
Edificios enteros están en peligro de desplomarse. No ha sido una consecuencia de la acción de la naturaleza, un sunami que se lo lleva todo por delante, sino la perforación de un túnel que ha puesto de relieve la fragilidad del subsuelo que no debía ser agujereado sin haber tomado las debidas precauciones. Lo que parecía una catástrofe localizada se ha extendido por varios edificios del barrio.
Los políticos se personaron en el lugar del siniestro. Empezaron a ofrecer ruedas de prensa interminables, intentaron calmar a la población, no hablaban de responsabilidades y no culparon a nadie. Resolver las necesidades más elementales ha sido la prioridad de los primeros días. Pero no han sabido dar una respuesta clara del alcance de un accidente que pudo ser una tragedia en vidas humanas.
La decisión de perforar el túnel no es de este gobierno. Un túnel que no estaba previsto en los planes iniciales y que empezó a perforarse sin los preceptivos informes geológicos. Lo que en Madrid estaba prohibido en Barcelona se autorizó. Y sobrevino el hundimiento de un edificio y el resquebrajamiento de las estructuras de construcciones adyacentes. A estas alturas de la crisis no se sabe cuándo podrán regresar los vecinos a sus viviendas, cuál es el alcance de los peligros que se avecinan, qué va a ser de tantos recuerdos personales, íntimos, que todos tenemos escondidos en la intimidad de nuestros domicilios.
No es momento de demagogias aunque me vienen a la memoria las diatribas de Cicerón contra Catilina. El orador romano atacaba a un político que alcanzó una efímera popularidad con la bandera de defender a los pobres pero que era una falacia demagógica para esconder la fragilidad y carencias en que vivían. Al poder constituido hay que pedirle algo más que discursos. Hay que exigirle claridad y transparencia. Las gentes quieren saber por qué ocurrió el desastre, quién o quiénes son los responsables y qué salidas se pueden ofrecer a unos ciudadanos que han perdido sus pertenencias más íntimas y personales. No se puede admitir que cientos de personas hayan perdido sus viviendas y no sepan dónde van a vivir en los próximos meses.
La incertidumbre de los gobernantes empieza a traducirse en críticas abiertas de los afectados. El pleno del Ayuntamiento se ha comprometido a investigar las causas del accidente y a pedir responsabilidades de todo tipo, también políticas. No es para menos. Es en estos momentos donde la proximidad entre los gobernantes y la ciudadanía tiene que ser inmediata y constante. El siniestro ha sido causado por una perforación decidida y aprobada por la administración.
En la Barcelona del éxito, del Fórum de las culturas, de millones de turistas que nos visitan, hay también esta Barcelona de cartón en la que se pueden hundir edificios enteros porque no se han tomado las debidas precauciones. Es en cierto modo una Barcelona de cartón.
Los desalojos de vecinos en Tarragona y Lleida por accidentes sobrevenidos ponen de relieve que la seguridad no está garantizada. El debate político se centra en los estatutos, en la reforma de la Constitución, en el encaje de las instituciones autonómicas con las del Estado, en la identidad y en si hay que votar sí o no al Tratado de la constitución europea. Todo esto está muy bien. Pero si no hay seguridad en los barrios, si se perforan túneles sin las debidas condiciones, si no se atienden los derechos más elementales de los ciudadanos, la distancia entre la clase dirigente y las gentes será cada vez más grande.
El general Potemkin era favorito y amante de la zarina Catalina II. En su paso por varios pueblos de Crimea en una visita oficial, el general Potemkim hizo construir varias casas de cartón para que la zarina se admirara del progreso que había en aquella península del Mar Negro. Era un engaño.