Tenemos un problema con la inmigración que se encuentra en situación ilegal en España. En Catalunya, según cifras oficiosas de finales de año, se estima que hay trescientos mil extranjeros sin documentación. Las cifras en Madrid alcanzan el cuarto de millón. Son bolsas de gentes que trabajan, viven y se espabilan como pueden para integrarse en la sociedad que les ha acogido.
Tenemos un problema porque un cinco por ciento de la población que vive en Catalunya se encuentra sin la documentación imprescindible para poder ser sujeto de derechos y obligaciones. Esta población indocumentada alimenta la economía sumergida y es objeto de posibles abusos por cuantos aprovechan la oferta abaratando los costes sin facilitarles las reglamentarias prestaciones sociales.
Me parece que sería injusto responsabilizar a los empresarios grandes o pequeños el fenómeno del descontrol de la inmigración. Es lógico que el gobierno quiera implicar a todos los agentes sociales para resolver el problema y que las delegaciones del gobierno no sean las únicas responsables para normalizar una situación que es una bomba de relojería social a corto y a medio plazo.
Se han aprobado tres leyes de Extranjería en los últimos años. La más reciente que presentó el Partido Popular es la que está vigente con el reglamento consensuado que ha aprobado el gobierno Zapatero y que a partir de ayer ha empezado a aplicarse para regularizar de forma extraordinaria a esas bolsas de personas que trabajan en sectores laborales que los españoles no queremos o no podemos realizar.
El Partido Popular denuncia que unas mil quinientas personas atraviesan los Pirineos diariamente con la idea de establecerse entre nosotros por considerar que aquí la ley es más laxa. El delegado del gobierno, Joan Rangel, responde que el año pasado fueron rechazadas y devueltas a Francia noventa mil personas más que en el mismo periodo del año anterior en el que gobernaba el Partido Popular. Pero no se trata de culpar a este o al anterior gobierno. Hay un problema serio que es preciso resolver aplicando la ley pero sabiendo que estamos tratando de personas que han arriesgado sus vidas y tienen el derecho a que se les trate digna y humanamente. No quiero pensar lo que ocurriría si de repente los inmigrantes ilegales y legales dejaran de prestar sus servicios en la atención de nuestros mayores, en la construcción, en el cuidado de niños, en la restauración, en los trabajos agrícolas y en mil ocupaciones más. Siempre he mantenido que la inmigración es más una solución que un problema. Pero si no se gestiona bien puede convertirse en un foco de inseguridad, de delincuencia, de racismo y xenofobia. Es positivo que los agentes sociales contribuyan a la regularización o, cuando menos, faciliten la identificación de todos aquellos que están sin papeles.
Pero el gobierno, el central y los autonómicos, tienen que actuar con la mayor transparencia posible. Es responsabilidad administrativa el disponer de datos fiables y trasladarlos a la opinión pública para que no se construyan debates desenfocados. La demagogia, de cualquier signo, es el cultivo para deteriorar la convivencia con el agravante de fomentar el radicalismo político y social.
Tenemos derecho a saber, por ejemplo, las cuotas de inmigrantes autorizadas si las hay, las cifras aproximadas de ilegales, cuántos ciudadanos no cumplen los requisitos para residir entre nosotros y han sido invitados a regresar a sus puntos de origen, cuántos trabajan y en qué, cuántos han adquirido la nacionalidad española en los últimos años. No se puede debatir sobre datos confusos. La transparencia informativa es imprescindible para combatir la demagogia.