La diversidad de ciudadanos, pueblos, naciones y estados de la Unión Europea es bien patente en el debate y en la forma en que cada uno de los veinticinco miembros se prepara para ratificar el tratado de la Constitución europea.
Hungría, Lituania y Eslovenia ya lo han aprobado con una votación en sus respectivos parlamentos. Así lo harán Alemania, Italia y la mayoría de los estados miembros. El referéndum no es preceptivo, pero España, Francia, Holanda y Gran Bretaña van someter el texto a una consulta popular. No me parece ni bien ni mal que se plantee en referéndum una cuestión que va más allá de la política ordinaria.
La pluralidad europea no es un capricho de los dirigentes de distinto signo y procedencia que toman decisiones en nombre de sus gobiernos. La diversidad es real. Descansa en la cultura, en la historia, en las lenguas y en los hábitos de vida que casi quinientos millones de europeos hemos ido acumulando desde la caída del imperio romano.
Esta diversidad multisecular no la pondrá en peligro una votación sobre la Constitución ni la hipótesis imposible de una homogeneidad cultural europea. Pienso que la identidad de un pueblo y una cultura está mejor protegida en el ámbito general de unas instituciones supranacionales que en el espacio concreto y cerrado que ofrece un estado que suele tener un celo excesivo para defender todo lo que ocurre dentro de sus fronteras.
No quiero abusar de las citas, pero tengo la convicción de que una distribución masiva del librito de George Steiner, «La idea d’Europa» sería un instrumento de reflexión desde una mirada elevada, desprovista de concepciones nacionalistas, también de los nacionalismos de Estado, que son los que ejercen como tales sin ningún complejo, y poder separar el grano de la paja del debate en el que estamos plenamente inmersos hasta el próximo domingo.
Cita Steiner cinco axiomas para definir Europa. Me ha interesado especialmente el primero, al referirse a los cafés como punto de encuentro y diálogo, cafés como el que frecuentaba Pessoa en Lisboa o ante los que pasaba Kirkegaard en Copenhague. Mientras haya cafés como espacio de encuentro y diálogo, la idea de Europa tendrá contenido.
El segundo axioma de Steiner es el paisaje a escala humana que podemos recorrer a pie y que nos lleva a comprobar que hay algo radicalmente distinto entre lo que es sustancial en la Vall del Corb o lo que es propio de la cuenca del Cardoner. El tercer axioma es que las calles y las plazas europeas llevan nombres de estadistas, hombres de ciencia, artistas, escritores del pasado, que hacen del vasto territorio europeo un paisaje humanizado en contraposición a los nomenclátores, por ejemplo, de las ciudades norteamericanas.
El cuarto axioma es nuestra doble procedencia de Atenas y de Jerusalén, que son las dos raíces principales de nuestra cultura y de nuestra historia. La filosofía griega y la religión de Israel, junto al derecho romano, explican la realidad europea de hoy.
Está, por fin, el quinto axioma de Steiner, que lo expresa con temor al decir que Europa es también aquel crepúsculo hegeliano que oscureció la idea y la sustancia de Europa incluso en la plena luz del día. Europa también es el nazismo, como acabamos de recordar en el sesenta aniversario de Auschwitz. Y los bombardeos aliados sobre Dresde cuando ya no eran necesarios. Y las barbaridades balcánicas tan recientes.
Me gustaría que el debate de estos días fuera por elevación y no se convirtiera en una repetición de las viejas pugnas dentro de los estados. Los argumentos sobre la Constitución son excesivamente nacionales y nacionalistas.