Crucé por primera vez la frontera con Francia en julio de 1961. Viajábamos en auto-stop, teníamos todo el tiempo libre y ganas de correr una aventura por Europa con tres mil pesetas en el bolsillo. Los grandes personajes que gobernaban Europa eran el general De Gaulle en Francia, Konrad Adenauer en Alemania, Amintore Fanfani en Italia y Harold Macmillan en Gran Bretaña. El presidente John Kennedy velaba las armas de la guerra fría con un Nikita Kruschev que pegaba golpes de zapato en la ONU, dos asientos más arriba de Manuel Aznar Eguiagaray. abuelo del ex presidente Aznar, a la sazón embajador de Franco en Naciones Unidas. El Papa Juan XXIII presidía los destinos de la Iglesia con un Concilio en marcha.
Cuánta agua iba a correr bajo los puentes desde que llegamos a Berlín en aquel agosto histórico. A los dos días de hospedarnos en un albergue de las cercanías de la puerta de Brandeburgo un ruido de tropas y tanques anunciaba el levantamiento del muro de Berlín. La división de Europa era ideológica, militar y política pero también física con aquella pared vergonzosa que no se derrumbaría hasta veintisiete años después. La casualidad hizo que en el invierno de 1989 presenciara en directo la caída del muro que iniciaba la reconciliación de aquella Europa desgarrada por la guerra y que ha desembocado en la Unión Europea de la que forman parte veinticinco estados.
Circular por Europa con pasaporte español, de tapas verdes después de haber obtenido el consiguiente certificado llamado de penales extendido por el ministerio de Camilo Alonso Vega, no era una tarjeta de visita amable. Pensaban los europeos, a pesar de nuestra evidente juventud, que todos éramos franquistas o asimilados. Àfrica empezaba en los Pirineos como una frontera salvaje tal como definía la cordillera un antiguo alcalde de Toulouse.
Era una Europa cuarteada por todo tipo de fronteras, también las económicas. No sospechábamos mi acompañante y yo que más de cuarenta años después habrían caído las aduanas, la peseta, el franco y el marco ya no existirían, o que Polonia, Hungría y Lituania formarían parte de una Unión de veinticinco estados que se dotarían de una Constitución para promover la convivencia, el progreso y la política exterior común de más de cuatrocientos cincuenta millones de europeos.
La evidencia histórica nos dice que esta Europa siempre frágil y titubeante es el éxito de una idea que supera los ejércitos, la burocracia, los miedos, los errores y los horrores de tantos siglos de convulsiones colectivas.