No es frecuente que las elecciones den paso a revueltas que acaben desplazando del poder a quienes las han ganado. Así ocurrió en Georgia en 2003 y en Ucrania en el último año. Estos días la inestabilidad se ha apoderado de Kirguistán con un presidente huído y un líder de la oposición que ha formado un parlamento paralelo a la espera de ser ratificado como nuevo hombre fuerte de la república.
Los líderes depuestos tenían en común que estaban gobernando desde los tiempos soviéticos. Eran pro moscovitas y tenían el apoyo personal y politico del presidente Putin que los consideraba aliados personales. Se encuentran más protegidos siendo amigos de Bruselas que de Moscú.
Asia Central es un inmenso territorio alejado de los grandes centros de poder pero ninguna gran potencia puede ignorar y mucho menos prescindir de lo que ocurra en aquellas repúblicas ex soviéticas y hoy soberanas. La destrucción de la Unión Soviética detenía bruscamente más de cuatro siglos de historia de Rusia que regresaba a las dimensiones que tenía antes de Pedro el Grande.
Es pronto para dar por consolidado el mapa que salió de la desmembración del imperio soviético. Hasta antes de la Gran Guerra de 1914 los zares y zarinas habían conquistado territorios de sus vecinos a una media de ochenta kilómetros cuadrados diarios a lo largo de cuatro siglos.
A pesar de esta prodigiosa expansión, los rusos han sufrido claustrofobia. Un ministro zarista dijo tras la derrota en la guerra de Crimea en 1856 que las fronteras de Rusia sólo estarían seguras cuando a ambos lados hubiera soldados rusos. Incluso en el actual formato post soviético, Rusia constituye la masa territorial más extensa que cualquier estado contemporáneo.
Con once zonas horarias distintas, San Petersburgo está más cerca de Nueva York que de Vladivostok que, a su vez, está más cercano a Seattle que a Moscú. Un país de estas dimensiones no tendría que sufrir claustrofobia. Pero ha sido una constante en la historia rusa de los últimos cuatrocientos años el subordinar el bienestar y progreso de sus habitantes al expansionismo endémico a costa de sus vecinos.
No se ha dicho la última palabra sobre las intenciones de Rusia sobre territorios que ha controlado desde San Petersburgo o Moscú. Una democratización generalizada en Asia Central pondría en evidencia la democracia autoritaria de Putin en Rusia, que ha sido la última gran derrotada del siglo pasado.
Pero Asia Central no es sólo objeto de las intenciones de control de China. Kirguistán tiene frontera común con los chinos y cuenta con una población mayoritariamente musulmana que comparte cultura y civilización con la extensa provincia china de Uighur.
La tercera gran potencia presente en la región es Estados Unidos que hoy tiene presencia militar en Uzbekistán, Afganistán e Iraq y mantiene alianzas con Pakistán y otras repúblicas de Asia Central. Esta presencia viene abonada por la “larga marcha hacia la libertad global” abanderada por el presidente Bush.
La democratización desde arriba impulsada por Washington no coincide con la política histórica de Moscú y tampoco con las intenciones de Pekín de controlar la parte occidental de su vasto territorio. La democratización interesa muy poco a chinos y rusos que no permitirán la consolidación de sistemas libres inspirados en el modelo occidental.
Europa queda lejos de esos escenarios. Pero tiene también que estar preocupada porque de esas tierras llega buena parte de la energía que consumimos y es, además, el centro de mercados emergentes.