El president Pujol siempre ha dicho que la política en el País Vasco es muy distinta de la de Catalunya. Las visitas del ex president a Euskadi no eran frecuentes a pesar de las muchas complicidades que pudieran tener dos gobiernos nacionalistas que miraban a Madrid con más recelo que afinidad, ya fueran los socialistas o los populares quienes gobernaran en España.
Siguiendo las intervenciones de los líderes vascos en la noche electoral del domingo, esta diferencia se hacía tan patente como siempre. La sociedad vasca aparecía dividida radicalmente. El lehendakari aceptaba que el plan Ibarretxe había descarrilado definitivamente. Pero no abandonaba su objetivo de liderar la política vasca, que se podría resumir en crear una situación en la que el control del país debía seguir estando en las manos habituales, es decir, en un grupo identitario que no contempla la posibilidad de que “los otros” tomen el relevo.
Mientras seguía los resultados del domingo, pensaba en lo que acostumbra a decir Josep Maria Bricall cuando se refiere a que la política no es la recreación del pasado sino la administración del futuro.
La sociedad vasca es plural. Pero también está fragmentada por posiciones que no aceptan la legitimidad del adversario para gobernar el país. La sociedad catalana, afortunadamente, es una y en ella caben todas las posiciones hasta el punto de que ha sido posible un cambio político después de la larga etapa del nacionalismo de Jordi Pujol sin que nadie crea tener el patrimonio exclusivo para gobernar el país. Dicho de otra manera, la sociedad catalana está integrada políticamente y la vasca no lo está.
Las reivindicaciones catalanas tienen un poso identitario incuestionable. Pero hemos llegado a un punto avanzado de las negociaciones para la redacción del Estatut y las cuestiones más importantes se basan en las competencias y en la financiación, dos cuestiones que hacen referencia a los intereses de todos, nacionalistas o no, de izquierdas o de derechas, de aquí de toda la vida o llegados hace diez o treinta años.
La reivindicación nacional catalana no pierde de vista los intereses de todos los que viven y trabajan en Catalunya. No es casual el hecho de que el pacto del Tinell fuera cocinado por Joan Puigcercós, del Ripollès, y José Montilla, alcalde de Cornellà, llegado al Baix Llobregat cuando tenía 17 años procedente de un pueblo cordobés. El pacto fue negociado y escrito, naturalmente, en catalán por dos personas ideológicamente muy distantes.
Los dos defendían los intereses de sus partidos pero pensaban en todos, catalanes de siempre y catalanes nuevos.La integración de la sociedad catalana no es obra de una ideología sino de una manera de ser. A ello han contribuido históricamente el viejo PSUC, el president Tarradellas, los socialistas catalanes que hicieron el pacto con el PSOE en 1978 y muy especialmente el president Pujol, que desde un nacionalismo integrador consiguió que la sociedad catalana no se quebrara durante su largo mandato.
Catalunya no cree en una afirmación nacional excluyente porque el nacionalismo ha derivado hacia una integración social y no se ha convertido en un instrumento de dominación de unos sobre otros. A trancas y barrancas, con todos los problemas y dificultades que se quiera, las diferencias entre Maragall y Mas no son insuperables porque hay un sentido profundo de catalanidad que puede ser compartido por todos, incluso por el PP que dirige Josep Piqué.
Otra diferencia fundamental es que en Euskadi se ha vertido mucha sangre inocente con motivaciones políticas y en Catalunya nos hemos limitado a hacer política. Todo es más normal aquí.