Habría motivos de seria preocupación si no tuviéramos una gran clase media educada, moderna y laboriosa que es la que saca el país adelante, a su ritmo, con dificultades y con esfuerzo de todos los días. Es la que se aparta del griterío nacional y contempla la vida pública como si observara pasivamente una obra de teatro en un escenario repleto de políticos, tertulianos, parlanchines y demás héroes de la sociedad mediática que entretienen al personal desde que sale el sol hasta el ocaso.
El colchón de la clase media lo aguanta todo porque no se siente identificada con las elites dirigentes que parece que han olvidado las sutilezas, las complicidades y los matices con los que funciona la sociedad española desde hace ya bastante tiempo. Afortunadamente, las gentes ya no nos movemos con las categorías de blanco y negro, de buenos y malos. Hemos entendido que es más interesante convencer que imponer, razonar que gritar, buscar puntos de encuentro en vez de esperar al adversario en una esquina para darle una paliza.
La política es necesaria e imprescindible. También los medios de comunicación sin los cuales no existiría la saludable fiscalización de la vida pública para al ciudadano que no tiene acceso directo a los dirigentes que sólo puede contemplar desde las ventanas de la radio, televisión y diarios.
Da la impresión de que los adversarios políticos devienen en enemigos mortales, desde el poder o contra el poder. Sostengo que las divisiones de la clase política son igualmente rotundas hoy que hace setenta años. Las peleas entre los protagonistas de la Segunda República llegaban a sus respectivas clientelas que las hacían suyas porque no podían hacer otra cosa. Ganaron las derechas, después de una sangrienta guerra civil, y la izquierda perdedora fue despreciada después de emprender el doloroso camino del exilio donde acabó sus días entre la tristeza y la nostalgia.
Nuestra clase media no comparte la batalla feroz entre el “nosotros y ellos” que ven en sus dirigentes, instalados en su papel de intransigencia e inmovilidad. No cabe un punto medio, una complicidad que permita suavizar las diferencias que siempre son superables.
Cuando el martes escuchaba al presidente Rodríguez Ibarra llamar cretinos a los catalanes aconsejándonos que nos pusiéramos el dinero donde nos cupiera no me inmuté demasiado. Tampoco cuando la presidenta Esperanza Aguirre sacaba punta política de la adscripción al Barça del presidente Zapatero. Recordé aquella reacción de Azaña cuando un diputado soltó una impertinencia: “permítame que me sonroje por cuenta de su señoría”.