Los caminos emprendidos por todos los gobiernos de la democracia para acabar con ETA han estado cubiertos de trampas. Establecer contacto con quienes han matado o con quienes han propiciado la violencia como arma política es una operación de alto riesgo.
El hecho cierto es que ETA ha condicionado la política vasca y española en los últimos treinta años. Adolfo Suárez llegó a excarcelar a todos los presos etarras en un intento de establecer tabla rasa y alcanzar la convivencia política en el País Vasco. No lo consiguió hasta el punto de que el número de víctimas del terrorismo en los últimos tiempos del gobierno de la UCD fue uno de los más elevados de la historia de la democracia.
El segundo intento lo protagonizaron los sucesivos gobiernos de Felipe González que hablaron con ETA mientras perseguían a los terroristas y utilizaban medios no contemplados por la ley que desembocaron en el escándalo de los GAL y el proceso y encarcelamiento de los más altos responsables del ministerio del Interior.
La tercera intentona la llevó a cabo el presidente Aznar que había salido ileso de un atentado etarra que pretendía acabar con su vida. Aznar, como sus antecesores, convirtió la lucha contra ETA en una de sus prioridades. Estableció un contacto con los etarras aprobando una reunión en Suiza entre representantes del gobierno y portavoces autorizados de la banda terrorista. No dió resultado.
A continución, Aznar emprendió un proyecto policial, legislativo y político para debilitar a ETA. Consiguió debilitar a la banda y erradicó la violencia callejera en Euskadi. Promovió una ley que ilegalizaba a Batasuna, el brazo político de ETA, y firmó el pacto antiterrorista de la mano de los socialistas que fueron quienes lo propusieron por primera vez. Las medidas policiales y legislativas dieron los resultados conocidos. Pero el ropaje que acompañó la política de Aznar desembocó en el plan Ibarretxe y en la expulsión de las urnas a más de cien mil vascos que votaban a Batasuna. La retórica antiterrorista del PP implicaba sutilmente una desautorización de todo el nacionalismo vasco del que no se salvaba el PNV que gobernaba Euskadi desde el comienzo de la transición.
En los tres casos se partía del supuesto de que el gobierno trazaba la política antiterrorista y la oposición la apoyaba con su silencio o con su complicidad. El mensaje en una cuestión de estado de esta naturaleza era que todos estaban contra ETA. De hecho este entendimiento entre todas las fuerzas políticas está implícito en el pacto en contra del terrorismo firmado entre populares y socialistas. El presidente Rodríguez Zapatero vuelve a intentarlo procurando desactivar la confrontación entre quienes siguen fieles a la visión de Aznar y la oportunidad que se presenta ahora para buscar una nueva salida política al conflicto vasco. La novedad ahora es que el presidente Zapatero no cuenta con el apoyo tácito o explícito de todos. Los atentados sin víctimas de la madrugada del domingo indican que ETA no quiere negociar por el momento si se tiene en cuenta que una de las premisas del plan de Zapatero pasa por un abandono de las armas. Quienes negocian con los muertos no son los partidos democráticos sino los terroristas.
Zapatero tendió la mano a Rajoy después de todo lo que se dijo en el debate sobre el estado de la Nación. No fue un acto de generosidad sino una constatación de que es muy peligroso trazar una cuestión de estado sin el apoyo del principal partido de la oposición. Cuando en el pasado fracasaban los planes para erradicar a ETA, la culpa era sólo de los terroristas. Lo que diseña el Partido Popular es que el fracaso sea del gobierno para reclamar una política de firmeza que tampoco consiguió erradicar la violencia.