El no de Francia y Holanda a la Constitución es el trastorno más inquietante que ha conocido el largo proceso de construcción europea en el último medio siglo. Las crisis del pasado se superaban porque el miedo estaba concentrado en un peligro real que se encontraba en la otra Europa privada de libertad y soberanía por la ocupación política, económica y militar de la gran potencia soviética.
Aquel miedo propició la necesidad de cerrar filas para construir un modelo alternativo basado en la libertad, el progreso y una cierta generosidad para equilibrar los desajustes entre países avanzados y atrasados. Se aplicaron criterios de mercado y políticas sociales que han hecho de la UE uno de los espacios más estables, más democráticos y más prósperos del mundo.
Desapareció aquel miedo que aglutinaba las políticas de centroderecha y centroizquierda que coincidían en un proyecto común que ha sido un éxito sin precedentes. Pero han aparecido nuevos miedos, más difuminados, más sutiles y más generalizados que no están fuera sino dentro. El presidente de la Comisión, el portugués José Manuel Barroso, los ha resumido diciendo que estamos ante una “federación del miedo”.
Miedo a la inmigración, a la inseguridad, al deterioro del nivel de vida y al futuro de un gigante económico que tiene los pies de barro políticos. Miedo, sobre todo, a la pérdida de identidad de muchos pueblos, naciones y culturas que no quieren verse diluídos en una incierta supranacionalidad que puede aparecer como ficticia.
La identidad, tanto individual como colectiva, es indispensable para toda existencia social que recurre a la memoria histórica y cultural para construir y consolidar su personalidad. Pero esta exigencia legítima de cualquier pueblo deja de serlo cuando la fidelidad a la identidad colectiva prevalece sobre los valores democráticos por excelencia que son el individuo y los “demás” que conforman la universalidad.
Se nos ha advertido por activa y por pasiva del peligro de los nacionalismos débiles que han pretendido minar la unidad de los nacionalismos fuertes. Pero recorriendo la historia de los últimos siglos se comprueba que los verdaderos estropicios, las guerras y las confrontaciones mundiales han venido del despertar de los nacionalismos fuertes cuando han chocado entre sí.
Cabe interpretar el freno de Francia y Holanda a la Constitución como un incipiente resurgir de las naciones fuertes de Europa que vuelven por sus fueros y miran más hacia dentro que hacia fuera. Se desvanece la idea de solidaridad entre los pueblos europeos.