Vaya por delante mi compasión por los cientos de miles de norteamericanos que han perdido su casa y viven momentáneamente como refugiados en los estados alejados de los efectos devastadores del huracán Katrina.
La fuerza descontrolada de la naturaleza se ha cobrado cientos de muertes en el sur de Estados Unidos. Varias decenas de miles esperan ser evacuados de la inundada y destruida Nueva Orleans. El hambre, el pillaje, el fuego, las explosiones y las infecciones amenazan la vida de los que han sobrevivido la tragedia y esperan la salvación que no llega.
La gestión de esta tragedia ha sido catastrófica. El presidente Bush reaccionó tarde y mal. Hoy se ha paseado por las zonas siniestradas con un discurso paternalista y patriótico que no remedia el sufrimiento de tantas gentes.
¿Cómo es posible que la primera potencia mundial tarde cinco días en resolver una crisis de esta magnitud? ¿Cómo es posible que se mantengan más de cien mil soldados en un país lejano y no se pueda socorrer a los propios ciudadanos que lo que necesitan son medios para salir de la crisis?
El gigante ha mostrado los pies de barro. El país más poderoso de la tierra ha sido incapaz de ayudar a los más necesitados, los más pobres, los ancianos y los niños que no pudieron escapar de la tragedia.
El Katrina ha hecho algo más que destruir vidas y haciendas. Ha puesto de relieve que el gran estado imperial que domina los mares y los continentes no ha podido proteger a sus propios ciudadanos cinco días después de la gran tragedia.