El mal que uno se imagina es siempre insoportable pero el que se sufre es habitualmente llevadero. Lo decía François Mitterrand, uno de los políticos más cínicos que ha producido la Europa moderna, un personaje que como Napoleón y De Gaulle sabían que la historia les juzgaría por lo que habían hecho pero sobre todo por las ocurrencias que escribían en sus íntimas reflexiones.
El miedo está en el futuro. El presente siempre se supera porque el tiempo no se detiene. Acabamos de ver cómo 139 pasajeros sobrevolaron tres horas la inmensa ciudad de Los Ángeles contemplando desde el interior del avión cómo se veía la catástrofe que estaba en curso y que era ampliamente escenificada por las televisiones que emitían desde allá abajo.
No tengais miedo al miedo había dicho Franklin D. Roosevelt al entrar en la segunda guerra mundial. Pero el miedo se había apoderado del presente para el pasaje del avión de la compañía Jet Blue que vivía en directo la inminente tragedia.
Se retransmitía cómo sería el horrible del choque, qué dimensión tendrían las llamas, la preparación de las ambulancias, la despedida que los pasajeros cursaban dramáticamente a sus familiares. Los pilotos informaban de las dificultades como si anunciaran la temperatura que encontrarían en el aeropuerto de destino.
Estamos viendo cómo se vive en directo la evacuación de cientos de miles de tejanos mientras el ojo tenebroso del huracán se acerca a las costas de Texas y Luisiana. Las guerras también se ofrecen on-line. El 11 de septiembre de 2001 fue una retransmisión viva con toques de juicio final. Los fuegos de artificio mientras Rumsfeld saltaba de júbilo cuando su aviación golpeaba indiscriminadamente Bagdad era la apocalipsis para los habitantes de las orillas del Tigris.
El miedo ya no está en un incierto futuro. Lo llevamos todos en el cuerpo porque ya no queda espacio para la fantasía ni para la providencia. La muerte sigue siendo un misterio pero puede llegar a vivirse en directo. La ventaja es que se dispone de un tiempo razonable para dar el salto y prepararse para la otra orilla.
Acabo también con Mitterrand cuando acudió de noche a visitar a su amigo filósofo Jean Guitton. Le pregunto qué había al otro lado. El humanista cristiano le contestó que no lo sabía pero que entre el misterio y el absurdo se quedaba con el misterio.
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