Me sorprendió el análisis de Mariano Rajoy sobre la redacción del Estatut en su conferencia ante el poder financiero y político catalanes en la misma sede de la Caixa. Venía a decir el líder popular que si el texto progresaba las libertades de los catalanes se verían afectadas.
Don Mariano proseguía la cantinela mediática de los altavoces de la derecha española que recelan y desprecian cualquier iniciativa que venga de Barcelona. Ya sea un estatut, una Opa, una victoria del Barça o una buena cosecha.
En Catalunya se nos escapan los presos, se hunden barrios enteros, hay corrupción a raudales, somos incapaces de llegar a un acuerdo después de meses y meses de discusiones estatutarias, fagocitamos el ahorro de los indefensos españoles, pretendemos controlar el agua, la electricidad, el petróleo y las autopistas del gran solar ibérico. Somos, en definitiva, insolidarios con el resto de peninsulares con el avieso objetivo de destruir la unidad española.
Ante estas exageraciones me sitúo naturalmente del lado del eslabón más frágil en esta cadena de despropósitos. No por sentirme catalán con apellidos que perduran en las montañas y llanos leridanos desde hace casi ocho siglos sino porque creo que esta ofensiva es injusta y desproporcionada.
Los que abandonamos el sueño a partir de las seis de la mañana sabemos que a esa hora nos van a pegar cuatro tortas desde la emisora episcopal venga o no a cuento. Si hay motivo, que los hay a veces, claro que los hay, la paliza nos deja magullados hasta media mañana.
A veces tengo la sensación de que al salir a la calle alguna autoridad competente me va a detener acusado de lucir una catalanidad causante de todos los males que aflijen a la patria española.
Pero vuelvo a las libertades amenazadas de las que hablaba Rajoy. Y lo hago partiendo de la base de que la libertad de cada uno de los catalanes es más importante que todos los estatutos del mundo reunidos. Pienso que se ha tejido una complicidad poco sutil entre la clase política y la periodística al margen de la opinión de los catalanes.
Decía ayer Anton Costas que falta espíritu social crítico en Catalunya. No puedo estar más de acuerdo con el catedrático de Economía. Los diarios, los tertulianos y los políticos hemos acaparado el debate sin preocuparnos de lo que piensa la gente que asiste desconcertada a este deshojar incierto de la margarita estatutaria.
Ya sé que así tiene que ser, que los políticos y los creadores de opinión somos parte consustancial de la vida democrática del país. Pero la sociedad civil, tan sólida y tan real, apenas ha dicho nada. No he escuchado voces de juristas experimentados, de empresarios, de publicitarios y de todo el entramado de la emprendedora y demasiado silenciosa sociedad civil catalana.
Se apruebe o no el Estatut el día 30, la gran mayoría de catalanes no sabrá de qué se trata, si sus libertades van a ser más o menos respetadas y si la vida será más digna una vez obtenido el nuevo marco jurídico y político para Catalunya.
Da la impresión de que el Estatut, hasta donde yo pueda saber, es más bien una carrera para los líderes que lo han impulsado que un nuevo instrumento para la libertad de las gentes.
Me preocupa, por ejemplo, que el viernes por la noche una botella de líquido inflamable fuera arrojada en la sede del Partido Popular en la calle Urgell. Que semejantes ataques se hayan repetido en los últimos meses en la sedes populares de Sant Cugat, Barberà del Vallès, el barrio barcelonés de Gràcia y en Figueres. Nadie habla de ello.
Cuando la libertad de un solo catalán, sea del PP o de ERC, está amenazada hay que enviar a la policía para que levante acta y se proceda judicialmente. La libertad es lo que hace progresar a las sociedades a pesar de las crisis.