En su divulgativa historia de Roma, Indro Montanelli cuenta que las revoluciones o los cambios políticos de fondo no triunfan por la fuerza de las ideas sino cuando logran convencer que la nueva clase dirigente es mejor que la anterior.
La historia está llena de ideas revolucionarias que tropezaron con la realidad y se estrellaron con el juicio implacable de la sociedad que pretendían cambiar. Todo revolucionario es un conservador en potencia en el sentido de que en su imaginario utópico piensa que el mundo feliz de sus ideales es posible cambiando la estructura del poder en la que él deviene el protagonista. Una vez producido el cambio, a veces perdurable, ya no ve necesidad de que nadie más lo vuelva a intentar.
Así se han consolidado muchas de las tiranías de las que la historia nos ha dejado constancia. Pero en sistemas democráticos y libres siempre hay que volver a las urnas y recabar la opinión de los ciudadanos que renuevan o retiran la confianza. Es cierto que vivimos tiempos complejos y convulsos con una confrontación más demagógica que real entre predicadores mañaneros, políticos de todas las escuderías y ciudadanos que asisten atónitos al interesante e inquietante espectáculo que ofrece el país en su conjunto.
Si la clase política y la clase mediática, en la medida que me pueda corresponder, no regresamos a la racionalidad, al sentido común, a la concordia y abrimos horizontes de futuro abandonando las miserias del pasado, los ciudadanos van a decir la suya en la primera ocasión. En Catalunya antes de octubre de 2007 y en España antes de marzo de 2008 porque preceptivamente así lo establecen los plazos.
Alexis de Tocqueville, el francés que escribió con una gran visión sobre la democracia americana, observaba lo que ocurría en la asamblea francesa en vísperas de la revolución de 1848 que sacudió a todas las monarquías europeas, el año en el que Marx escribía el Manifiesto Comunista.
La asamblea francesa, decía Tocqueville, era el único lugar de París en el que, desde la mañana a la noche, no se hablaba de lo que discutían en las calles y en las tabernas todos los franceses que era, ni más ni menos, que el país no funcionaba y que el cambio era inevitable.No quiero establecer paralelismos porque los tiempos y las circunstancias son otros. Pero si lo que interesa a los políticos no coincide con lo que interesa y preocupa a la gente los cambios serán inevitables. No serán revolucionarios pero serán cambios.
La democracia, decía Popper, no se ocupa sólo de designar gobiernos sino también de echarlos.