Lo que es bueno para la General Motors es bueno para América. Así lucía el slogan de la gran empresa norteamericana a partir de los años veinte. Estados Unidos tenía sólo un coche para cada diez habitantes en 1922.
La General Motors impulsó una campaña en todos los frentes que años más tarde primaría el transporte privado sobre el público. Se construyeron las redes de autopistas, se debilitaron las infraestructuras ferroviarias hasta que el coche individual formó parte del paisaje de la vida americana.
Las grandes conglomeraciones industriales y financieras han dibujado el panorama de la economía occidental. Una gran multinacional puede tener intereses fabricando coches, importar petróleo, controlar las infraestructuras de uno o varios sectores y marcar los ritmos de la productividad de un gran país.
El mundo ha cambiado de tal forma que este modelo atraviesa dificultades. Demasiado volumen para estar al día en una sociedad cada vez más fragmentada por los gustos, el consumo, la competencia y la cultura de la sociedad global cada vez más exigente desde los pequeños espacios de los usuarios del planeta.
General Motors ya no es lo que era. Acaba de anunciar el cierre de nueve plantas y el despido de treinta mil trabajadores para 2008. GM no es competitiva ante la aparición de las pequeñas marcas, japonesas o coreanas, que con menos costes producen iguales o mejores productos.
La concentración de poderes industriales funcionó durante varias generaciones. Irónicamente, la globalización beneficia a la mayoría de ciudadanos del planeta pero no desde estructuras rígidas sino desde la flexibilidad imprescindible para afrontar los nuevos retos.
¿Estamos mejor? No lo sé. Pero es lo que hay.