Los olivos amanecen tristes, helados y llorosos. Es al rebasar La Panadella el primer día de invierno cuando adviertes que el sol suave mediterráneo se convierte en una estampa escarchada que cubre todos los rincones del paisaje rural.
No es nieve sino dos centímetros de hielo que como un inmenso mantel blanco cubre los tejados, los árboles todos, la hierba de los campos, los viñedos desnudos y los hilos finos de los tendidos eléctricos. El humo de las chimeneas es el testimonio de que la vida sigue bajo la omnipresente niebla que produce una luminosa oscuridad.
La niebla que descansa sobre los llanos leridanos no se espanta cuando su humedad se traduce en hielo mientras las temperaturas bajo cero persisten horas y días en todo el territorio. Llega de repente y permanece sin intención de abandonar el paisaje hasta que los vientos la escampan y se esfuma con la misma rapidez que llegó.
Es la niebla que ha hecho de los leridanos personajes resistentes, desconfiados, sufridos y pícaros. La niebla heladora, “gebradora”, es silenciosamente traidora. Su fría quietud es la que mata los olivos cuando en las extremidades del cauce del Segre se mueve, sube y baja, deja penetrar el sol unas horas y vuelve a aposentarse al caer el día para cubrir las ramas de los olivos de una frágil costra de hielo que puede destruir las hojas indefensas de las plantaciones.
El olivo tiene fuertes raíces, casi eternas, resiste las inclemencias del tiempo, supera las sequías largas y es exhuberante cuando las lluvias de invierno y primaverales son generosas. Pero es en estos días de nieblas furtivas cuando sus hojas pueden despertar mustias y pardas al aparecer las bonanzas de finales de febero.
El mal está hecho y la regeneración puede tardar dos o tres años. El olivo, ese símbolo del trabajo duro, suave y maravilloso, que es la esencia agrícola de las dos vertientes del Mediterráneo, que ha ungido a reyes y que ha compuesto las coronas de los triunfadores, está llorando estos días.
El llanto es de miedo. No se sabe si la niebla heladora habrá secado sus hojas, si habrá podido superar las temperaturas matinales que descienden a diez grados bajo cero. Es una incógnita que ocupa las conversaciones de los propietarios de los campos que matan el tiempo jugando a las cartas en el café o alargan charlas con alarmantes variaciones sobre el mismo tema.
Los pesimistas hablan de que lo ha matado todo mientras que los optimistas recurren a la historia vivida para tener una cierta luz de esperanza.
El invierno del año 1956 fue devastador. En los setenta las heladas secaron las hojas de los olivos en dos ocasiones. La última sacudida, la de 2001, fue tan terrible que se invoca estos días como un tenebroso precedente. La tranquilidad o la siniestralidad la veremos en las próximas semanas. De momento sólo cabe esperar a que despeje y el suave sol invernal vuelva a adueñarse del interior del país.
La niebla heladora agrupa en bandadas a los pájaros negros y delata a los conejos y las liebres que dejan huellas suaves sobre los sembrados que permanecen quietos en estas largas noches blancas. Los cazadores siguen sus pisadas con excesiva facilidad.Los olivos lloran estos días. Su futuro inmediato está en juego. Pero no su existencia que atraviesa los siglos y permanece.
Sófocles decía del olivo que “nacido de sí mismo e inmortal, sin miedo a los enemgios, su fuerza intemporal desafía a los pícaros, jóvenes y viejos, pues Zeus y Atenea lo guardan con ojos que nunca duermen”.
No voy a invocar a los dioses más poderosos del Olimpo. Pero sí que porfío que lleguen ya los vientos y se lleven cuanto antes esta amenaza tan real y que liberen a los olivos, los jóvenes y los milenarios, de una muerte pasajera, muerte de las dos o tres próximas cosechas.