Ha progresado y ha madurado demasiado la sociedad española para que un discurso de un teniente general pueda inquietar a las clases medias del país que contemplan la situación creada por el Estatut de Catalunya con un cierto distanciamiento y una moderada perplejidad.
Las palabras de José Mena Aguado en Sevilla, la misma ciudad que en 1932 vivió el frustrado golpe de estado del general Sanjurjo, no tienen hoy mucho sentido por muy sinceras que hayan sido las palabras del teniente general, por mucho que el problema catalán se haya discutido en las salas de banderas y por muy extendida que esté la opinión de que la unidad de España sólo quepa entenderla de una sola, unica y definitiva manera.
Respecto a la sinceridad del teniente general recordaría aquello que Benjamín Disraeli, el gran primer ministro conservador victoriano, cuando decìa que “un poco de sinceridad es una cosa peligrosa, pero una sinceridad sin límites es absolutamente fatal”.
Si todos dijéramos en voz alta lo que pensamos y sabemos de los demás, de la política o de nuestros colegas, la convivencia sería imposible.La política tiene unos códigos que no se pueden saltar. Y no son siempre los mismos porque la realidad evoluciona con los tiempos.
Cuando los generales Narváez, O’Donnell o Martínez Campos se pronunciaban en el siglo antepasado el régimen cambiaba. El general Franco y Mola diseñaron un Alzamiento que desembocó en la guerra civil y una larga dictadura. El último general que amenazó la libertad de los españoles fue Milans del Bosch cuando en febrero de 1981 desplegó los tanques en Valencia mientras el coronel Tejero pegaba tiros al artesonado del Congreso de Madrid.
Los militares, no quisiera equivocarme, no dan miedo hoy en España. Primero porque la Constitución les ha puesto en el sitio que les corresponde. Segundo porque el ejército se ha profesionalizado, ya no existe el servicio militar obligatorio, y sus tareas responden a las decisiones de los gobiernos que les envían a los Balcanes, a Afganistán o a Iraq. Su misión no está ya en salvar a la patria sino en servirla de acuerdo con la voluntad libremente expresada en las urnas.
Cuarto, porque estamos en la Unión Europea donde es institucionalmente imposible formar parte de ella con un gobierno que estuviera mediatizado por el Ejército. Uno de los impedimentos puestos a Turquía para ingresar en el club europeo es el papel que tienen los militares en su Constitución.
Los cuarteles están afortunadamente vacíos, muchos inmuebles que pertenecían a la centenaria institución se reconvierten para otros usos públicos como hemos comprobado recientemente en muchas ciudades españolas.
Una quinta consideración es que España goza de las instituciones democráticas idóneas para no tener que recurrir a la fuerza allí donde el debate político tiene que resolver los siempre complejos problemas de un país. El jefe del Estado es el Rey quien a su vez es la máxima autoridad de todas las Fuerzas Armadas. Pero es un rey de una monarquía parlamentaria, es decir, no tiene atribuciones para actuar al margen del Congreso de los Diputados.
Al teniente general Mena Aguado le ha servido de poco su sinceridad y su supuesta sintonía con una parte de la opinión pública española. Le va a costar el cargo y un prematuro retiro obligado. Es sorprendente que quienes defienden con tanto celo la Constitución no hayan condenado abierta y radicalmente desde el primer momento unas palabras que no venían a cuento.
¿No será, como en 1932, que el problema es que Catalunya no tiene el derecho a tener otra idea de España que es compatible con su unidad vista desde otra perspectiva? ¿Dónde está el problema? Hablemos de él, en todo caso, pero no con un militar al frente y con un partido de la oposición que le afee levemente la conducta pero le da la razón en el contenido de su discurso.