Me gustaría vivir en un país en el que mi primera curiosidad al despertarme no fuera hacer un barrido rápido por el dial radiofónico sino asomarme al balcón para hacer mi diagnóstico personal sobre la metereología del día que comienza.
Varios locutores mañaneros lanzan las alarmas de rigor sobre la unidad de España, los peligros del Estatut, palabras de militares nerviosos, editoriales y artículos que presagian catástrofes políticas varias y reivindicaciones sobre papeles, obras de arte o archivos enteros que deben viajar hacia su lugar de procedencia, tras litigios interminables.
Lo que me inquieta no es lo que se dice. Ni siquiera quién lo dice o desde que púlpito. Lo preocupante es que parece haberse truncado la esperanza en la convivencia de los pueblos hispánicos. La espiral de enfrentamientos dialécticos, mediáticos, financieros y políticos no augura nada bueno para la normalidad democrática del país.
Los aficionados a la historia sabemos que el grueso de una sociedad, la gran masa, siempre se decanta hacia el lado en el que se encuentra el punto de gravedad en cada momento. Ese punto sólo se sabe mucho después de que los vendavales o terremotos han cambiado el paisaje social o político.
Respecto a Catalunya no existía un clamor social para un nuevo Estatut. Pero los partidos lo incorporaron a sus programas y después de las elecciones lo defendieron desde posiciones más partidarias que de país. Dos años de debate para alcanzar un texto en el Parlament que sólo el Partido Popular rechazaría deberían haber dado para mucho más.
Cuando menos, haber generado un entusiasmo o una ilusión en la ciudadanía que, hasta donde yo puedo apreciar, no existe. Al final, ha resultado que lo importante no parece que sea un texto para las necesidades reales y concretas de los catalanes sino las medallas, las fotos, los gestos que cada uno de los partidos pueden otorgarse a sí mismos sin ningún pudor ni sonrojo.
Resulta que Artur Mas, el gran realista, nos decía en septiembre que CiU no aceptaría ninguna financiación que no fuera como la del concierto vasco y ahora nos advierte que, debidamente rebajada, es lo más que se podía conseguir. Pero lo ha conseguido él. Muchas gracias y que Dios se lo pague.
Carod sabe que es un estorbo para Zapatero a pesar de haber sido un colaborador necesario en los últimos meses. El texto pactado entre el presidente Zapatero y Artur Mas está pensado más para satisfacer a los votantes del PSOE que a los votantes de CiU. Así son las paradojas de la política.
Lo que es sorprendente es que el Estatut va a convertirse en un acto de generosidad de España y no en una reivindicación de la clase política catalana. Y, de paso, habrá creado un malestar y un enfrentamiento innecesarios, más ficticios que reales, entre los españoles y los catalanes, incluídos los que no hemos tenido intención de dejarnos de sentir también españoles.
Zapatero y Maragall tendrán que pasar una tarde juntos cuando acabe todo para ver y estudiar qué ha fallado en todo el proceso. Lo más fácil y recurrente es cargar todas las culpas sobre Esquerra Republicana que se está quedando más sola que la una.
Carod y Puigcercós también necesitarán una larga sentada para determinar quién manda de verdad en un partido al que le sorprendió el éxito de las dos últimas elecciones y que sus dirigentes no han respondido a las expectativas creadas.
Mas y Duran también precisan un larga sesión de diván. Si de lo que se trata es recuperar el poder en Catalunya y entrar en el gobierno en Madrid, poco hay que discutir. Cada uno está en su sitio.Si Rajoy no gana por mayoría absoluta tendrá que celebrar muchas sesiones en Génova para dar la razón a Piqué o a Acebes.