Hay más que indicios de que las leyes del mercado condicionan y a veces sobrepasan las decisiones de los gobiernos. Es sintomático que el lunes por la noche la canciller Merkel pusiera en conocimiento del presidente Zapatero que la gran empresa energética alemana E.ON había hecho una contraopa amiga con la opada Endesa que hostilmente había sido asaltada por Gas Natural.
Los dos gobiernos aparentemente no tenían conocimiento de unas negociaciones que de modo secreto se habían puesto en marcha desde que Manuel Pizarro, Constitución española en mano, declaró que nunca sería un empleado de La Caixa y otras lindezas sobre el tripartito y el trámite del estatuto catalán en el Congreso.
No hace falta recordar la campaña sobre los perniciosos planes de Catalunya para controlar toda la energía de los españoles. No sé en qué estaría pensando Esperanza Aguirre cuando dijo aquello de que Endesa no podía salir de territorio nacional. Quizás ya sabía que entre Frankfurt y Madrid funcionaba un puente aéreo de financieros y abogados del Estado que desembocaría en la contraopa conocida en la noche del lunes.
Ironías al margen, el hecho cierto es que la liberalización del sector energético en la Unión Europea puede llevar a sorpresas mayúsculas con decisiones de la máxima importancia estratégica para los estados sobre las que los gobiernos nacionales poco o nada puedan decir.
Me parece que la cuestión no está en hablar de “catalanofobia empresarial”, sino en cómo situar en un marco jurídico adecuado las actuaciones de las empresas multinacionales que cada día nos tratan más como usuarios que como ciudadanos, y no digamos como personas.
El mercado parece no tener freno en arrogarse competencias en operaciones de gran envergadura al margen de los gobiernos y que afectan a millones de ciudadanos. Las leyes del mercado no se eligen, funcionan por su cuenta y hablan el lenguaje de la oferta y la demanda, al margen de las necesidades objetivas de la sociedad. Son leyes muy eficaces para el crecimiento de la economía y para el progreso de los pueblos.
Pero no pueden ser absolutas y llevarlas hasta el punto de que los gobiernos, elegidos por la voluntad mayoritaria, se vean en el trance de aceptarlas aunque pudieran ir en contra de los intereses de los ciudadanos. Habrá que volver a aquello de Popper: “Todo el mercado posible, pero todo el Estado necesario”.