Néstor Luján era una personalidad muy leída, muy viajada y, sobre todo, entrañablemente divertida. Le salían las anécdotas literarias, históricas y humanas a renglón seguido en la sala de estar de su casa, en mi antiguo despacho de la calle Pelai o en los restaurantes más respetables, caros y concurridos de la ciudad.
Néstor solía decir que para entender el país en su profundidad era imprescindible leer las “Memòries” de Josep Maria de Sagarra, el libro más importante escrito en catalán, añadía, que narra su vida hasta el comienzo de la Gran Guerra en 1914. A partir de esa fecha ya no se dedicó a escribir su biografía aunque sabemos todo lo que hay que saber sobre Sagarra a través de Lluís Permanyer y de Joan de Sagarra, hijo del prócer y actualmente cronista dominical de lujo en este diario.
Sospecho que una de las razones por las que Sagarra se detiene en 1914 es porque piensa que el mundo que vino después de aquel conflicto entre los pueblos de Europa no valía la pena ser reseñado en su autobiografía.
Cuenta, cito de memoria, que era una delicia subirse a un tren en la estación de Francia de Barcelona y llegar a Berlín sin que nadie le pidiera un documento y que pudiera pagar todos los gastos con las onzas de oro que llevaba en una bolsa de terciopelo escondida en el chaleco.
No había pasaportes ni divisas. Eso vino después de la guerra “que había de terminar con todas las guerras”, la Europa de las fronteras, de los bloques y de guerras con millones de víctimas en las trincheras, la Europa de la autodeterminación de los pueblos, que creó nuevos estados con la desintegración de cuatro imperios.
Sagarra tenía la idea de Europa que Paul Valéry y Victor Hugo habían preconizado en la generación anterior a la suya. La Europa inevitable por una parte y la Europa imposible por otra. La Europa que dejaba el lastre de los nacionalismos cerrados para construir un espacio de convivencia más amplio, más plural, más humanista en la línea de Erasmo, Moro y Llull y, sobre todo, un espacio que alejara la posibilidad de guerras y conflictos que son tan propios de nuestra historia colectiva reciente y remota.
Los seis países fundadores de lo que hoy es la Unión Europea tuvieron muy en cuenta estos precedentes a la hora de cimentar una idea que era vieja y conocida pero que nunca pudo llevarse a cabo, especialmente desde que un cardenal de la católica Francia, Richelieu, introdujo el concepto de “razón de estado” que sería la justificación nacional de muchas guerras europeas en tres siglos.
No hay guerras en el horizonte de la Unión Europea. Los estados han cedido competencias hacia arriba y las han dispersado hacia abajo. El tratado de la nueva Constitución iba en esta dirección. Pero Francia y Holanda dijeron no en sendos referéndum y la distancia entre las instituciones europeas y los ciudadanos ha trazado una confusa línea de malestar y desconfianza por razones nacionales más que ideológicas.
Cuando se plantea la Opa hostil de Gas Natural contra Endesa salieron los catastrofistas del Partido Popular acusando al tripartito de apoderarse de la energía de todos los españoles. Pero cuando surgió una opa amigable desde Alemania, el criterio territorial dejó de ser relevante y se aceptaron las leyes del mercado con un entusiasmo que cruzaba las fronteras.
El “patriotismo económico” defendido por Francia, Italia y España va en contra de la misma idea de la integración europea, en contra del euro, de la política fiscal común y en contra de la estrategia económica de la UE. ¿Puede un gigante energético español ser bueno para Europa y un gigante energético europeo ser malo para España? Si la Europa de la energía se organiza en función de los estados no irá en la dirección correcta.