La fidelidad en las lecturas de periódicos sólo suele romperse por desengaños muy graves entre la publicación y el lector. Todavía recuerdo una singular expresión del amigo Fabián Estapé cuando se presentaba ante un desconocido diciendo simplemente “suscritor de La Vanguardia”.
Desde tierras leonesas Estapé sigue escribiendo semanalmente en estas páginas, publica libros, participa en tertulias y atiende a las sesiones de varias academias. Pero, básicamente, es un suscriptor de este diario.
Yo no he tenido que suscribirme nunca porque siempre he trabajado en esta casa de La Vanguardia que me ha permitido tener la biografía profesional que he acumulado en casi cuarenta años gracias a esta cabecera y muy especialmente gracias a los lectores. Desde traductor a director he ocupado en distintas etapas prácticamente todas las funciones que pueden tener los periodistas en un diario de gran proyección.
Pero sí que he estado suscrito en los últimos seis lustros a la revista “The Economist” que lleva 163 años publicándose semanalmente con una gran influencia en la opinión pública mundial. “The Economist” fue fundado por James Wilson y perfeccionado por su yerno, Walter Bagehot, que se propuso convertir la publicación en un canto al libre comercio y a todas las formas de libertad.Dos requisitos que ha practicado con una constancia admirable, al margen de que la realidad les haya dado la razón o no.
A mí me interesa el semanario aunque muchas veces discrepe de sus tesis. Pero las explica tan bien, con argumentos tan sólidos que tengo que admitir que lo que defiende lo defiende con racionalidad y siempre hay que aceptarlo como un punto de vista riguroso.
Bill Emmott ha sido director de la publicación en los últimos trece años. Es práctica habitual que los artículos y opiniones no estén firmados por su autor. Con la excepción de que cuando un director se despide puede escribir un artículo contando su experiencia al frente de la publicación.
Explica Emmott que todos los directores salientes tienen el propósito de abolir este privilegio pero que siempre acaban sucumbiendo y trasladando la responsabilidad a su sucesor. Son estas tradiciones que seguramente no se romperán nunca.
Las grandes publicaciones del mundo anglosajón suelen tener una opinión sobre lo que ocurre dentro y fuera de su área de acción de venta o comercial que raramente se tuerce. Ni siquiera cuando los hechos acaban negándoles que estaban equivocados. Es igual.
Dice Emmott en su despedida que muchos lectores se escandalizarán pero que la defensa de la guerra de Iraq en sus editoriales estaba bien fundamentada. Y que no tiene por qué revisar la posición del semanario antes de marzo de 2003. Otra cosa es, dice, que el desarrollo de la invasión y guerra de Iraq hayan sido un auténtico desastre para los iraquíes, para Oriente Medio, para Estados Unidos y Gran Bretaña y para el mundo. Entre las opciones malas y las opciones peores, a veces hay que optar por las malas, dice.
Emmott repite argumentos básicos de los fundadores del semanario. Uno de ellos es que el proteccionismo es un peligro y siempre lo será. Otro es que el liberalismo acaba ganando la batalla a otras formas de gobierno en las que la intervención del estado pasa por encima de las decisiones de los individuos. En 1994 el director saliente permitió la publicación de un editorial en el que se afirmaba que “el tiempo para la monarquía británica había pasado”.
Y no pasó nada. Lo defendió con solvencia y rigor y no se registraron bajas de suscriptores. La coherencia, si está razonada, es premiada por los lectores, en este caso del mundo globalizado que considera a “The Economist” como una referencia inteligente e insustituible.