Las elecciones italianas han demostrado lo fácil que es franquear el muro de las ideas, de la confrontación entre izquierda y derecha, incluso de los intereses contrapuestos de los ciudadanos, para dar paso a una confrontación entre los políticos y los medios de comunicación.
La confusión de la noche electoral italiana la seguí en directo el lunes en el debate que Bruno Vespa intentó dirigir en la Raiuno, a medida que Prodi adelantaba a Berlusconi o al revés. Abandoné de madrugada porque los resultados no se oficializaban y porque la tertulia de los analistas de prestigio se convirtió en un gallinero alborotado.
Italia está partida, es ingobernable, vamos hacia el abismo, se gritaban unos a otros ante la incapacidad de Vespa de racionalizar la discusión. A mí lo que me parecía es que un país que no puede ofrecer los resultados escrutados hasta pasadas veinticuatro horas no está en la órbita moderna. Ya sé que en Florida pasó algo peor entre Bush y Al Gore en el 2000.
Italia no está más dividida que Alemania, España, Francia o Estados Unidos donde los votantes parten políticamente el país en dos grandes fracciones. Que Berlusconi consiga casi la mitad de los votos en Italia habría sido incomprensible tanto para los comunistas gramscianos como para los democrata cristianos de De Gasperi. Aquellas etiquetas de izquierda y derecha ya no cuentan en el mundo postideológico de Berlusconi.
Los dictados de las audiencias, del mercado, de los beneficios, del éxito médiático en definitiva, inclinan la voluntad de millones de electores que aceptan como tesis irrefutables lo que cualquier frívolo les puede ofrecer por la televisión, la radio o a través del mundo sin límites de la red en la que todo circula en todas direcciones, a todas horas, en tiempo real y sin que el espacio tenga importancia.
Las batallas son sobre el estilo, la personalidad y la retórica de los candidatos. Cada opinión o punto de vista pasa por el cedazo del nuevo periodismo que ya no es monopolio de los periodistas o de sus empresas sino que está al alcance de todo el mundo intercomunicado. En Italia ha ocurrido lo de siempre.
Pero con más espectacularidad, con menos sustancia, con la superficialidad propia del político moderno que consiste en trasladar a la audiencia y a sus electores sus problemas y sus ideas, a veces su falta de ideas, que son compradas por millones de electores que no han tenido tiempo para pensar. El problema es que los políticos, a veces, tampoco han pensado.