Una de las causas que mueven a los sistemas democráticos para adoptar actitudes de fuerza es cuando tienen la convicción de que la razón está de su parte. Cuando son atacados injustamente, su territorio es invadido o los intereses nacionales resultan perjudicados como consecuecia de acciones inicuas de terceros.
Son implacables. Los dictadores no creen en las democracias. En el siglo pasado se burlaban de ellas porque eran débiles, erráticas, en crisis permanente. Lo más peligroso para un sistema libre es cuando los conflcitos se tapan, se recurre a las medias verdades o a las mentiras solemnes, se abusa del poder en nombre de la libertad y se confunde a los adversarios con enemigos mortales.
El problema que tiene el presidente Bush, que tenemos todos en el primer mundo, es que se ha utilizado la fuerza para resolver un conflicto sin tener la razón. El tiempo todo lo lava y las noticias de hoy entierran a las de ayer. Pero cuando el error es de principios, cuando la verdad está camuflada en la mentira, es difícil que las democracias puedan sostener a los que no la han sabido gestionar.
El caso más paradigmático hoy lo encontramos en la guerra de Iraq. Fuímos muchos los que nos alegramos con la caída de las estatuas de Saddam Hussein y el fin de su régimen. Pero la guerra no estaba planteada en términos de derrocar una dictadura sino en la razón que asistía a los que se enzarzaron en el conflicto para desmantelar las armas de destrucción masiva y cortar los vínculos del gobierno de Saddam con el terrorismo internacional. Ninguna de las dos causas resultaron ciertas. La razón dejó de estar al lado de los invasores.
En vez de resolver un conflicto que no existía se han creado otros de mayor calibre y que amenazan la estabilidad internacional y ponen en peligro las economías mundiales. Aznar ya no está en el poder. Blair no puede sacudirse las consecuencias de aquella entusiasta decisión para entrar en Iraq. Bush tiene que prescindir de sus colaboradores más próximos para remontar su destruida popularidad entre los norteamericanos.
El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, entró en el Pentágono afirmando que la defensa de Estados Unidos estaría en manos civiles y no militares. Ahora son siete ex generales los que insólitamente le piden la dimisión por la gestión de la guerra. Rumsfeld quería transformar el Pentágono e Iraq. No lo ha conseguido en ninguno de los dos casos. Tenía la fuerza pero carecía de la razón.