El líder de la comunidad judía de Alemania, más de cien mil judíos en la actualidad comparados con casi setecientos mil al comenzar la guerra en 1939, ha muerto. Los tributos de las autoridades germanas han sido generales y generosos.
Paul Spiegel nació en 1937 y huyó con sus padres a Bélgica que fue ocupada en 1940 donde se continuó con la persecución sistemática e implacable de los judíos. Su madre entregó al joven Paul a una familia de agricultores católicos belgas y ella misma se escondió en Bruselas. Su padre, un comerciante de cereales, sobrevivió los campos de concentración de Buchenwald, Auschwitz y Dachau. Su hermana mayor fue detenida por la Gestapo y nunca se supo nada más de ella.
El joven Spiegel regresó a Alemania a pesar del Holocausto porque era su país y porque tenía fe en que Alemania recuperaría la democracia. Practicó el periodismo en un semanario judío, fue portavoz de un grupo bancario y finalmente montó una empresa como agente de actividades teatrales.
Al convertirse en presidente del Consejo Central de los Judíos en Alemania fue una referencia tanto para defender a su comunidad de los ataques de la extrema derecha como para recordar y pedir razonablemente las deudas que el Estado alemán tenía pendientes con los judíos que habían sido tratados como esclavos.
Alemania es un ejemplo nada frecuente de revisión de su memoria histórica tras la tragedia perpetrada por un régimen siniestro durante trece años. Dice Helmut Schmidt, ex candiller, que la principal causa de las diferencias entre Japón y Alemania es que los japoneses les ha faltado el sentido de la culpabilidad mientras que a los alemanes lo han aplicado casi sin excepciones.
Jorge Semprún estuvo internado en un campo de exterminio alemán. En su libro “La escritura o la vida” dice que “mi propósito consiste en afirmar que las mismas experiencias políticas que hacen que la historia de Alemania sea una historia trágica, también pueden permitirle situarse en la vanguardia de una expansión democrática y universalista de la idea de Europa”.
La generosidad de Alemania en la construcción europea es más que evidente. Cabe pensar que lo hiciera para ahuyentar sus fantasmas pero es indiscutible que el éxito de la actual Unión Europea es atribuible en buena parte a todos los gobiernos, desde Konrad Adenauer hasta Ángela Merkel.
El canciller Kohl, injustamente tratado en su caída política, dijo en la Universidad de Lovaina que la construcción europea, con todas sus dificultades y contradicciones, era el mejor antídoto para que Europa no se entregara nuevamente a la guerra en el siglo XXI.
Alemania ha hecho más que recuperar su memoria histórica. La ha asumido con todas sus consecuencias. Pocos gestos han sido más emotivos que la visita del canciller Willy Brandt a Varsovia y arrodillarse ante un monumento a los cientos de miles de judíos que fueron víctimas del nazismo.
La memoria histórica es inseparable del sentimiento de culpa y de perdón. No puede ser selectiva ni mantener el odio, el rencor y las venganzas hacia los errores de los antepasados. Tampoco puede convertirse en un elemento de reivindicación propagandística de lamentables hechos del pasado.
Soy muy partidario de no dejar desaparecer en el olvido cuanto ocurrió en nuestro país el siglo que acabamos de dejar. He leído miles de las millones de páginas que se han publicado sobre la República y la Guerra Civil. Es preciso conocer lo que pasó para que no se repita. Pero hay que saberlo todo, conocer tanto mal que se cometió en nombre del bien, el de los unos y de los otros. Desde 1931 pero también desde 1939. En vez de fragmentar los hechos hay que ponerlos en su contexto. Y todos, en la medida que les corresponda, pedir perdón.