Me han impresionado las reflexiones pausadas y serenas que Joan Borràs hacía ayer a los dos días de recibir la visita de cuatro delincuentes encapuchados que entraron en su dormitorio, le amordazaron a él y a su esposa, les maltrataron, les causaron daños físicos y sicológicos y les robaron. El caso de la familia Borràs no es el primero ni el único que se registra en las comarcas de Tarragona.
Siempre ha habido y habrá ladrones, bandoleros y gentes que perturban la tranquilidad de los demás y roban cuanto pueden. Es una constante de la historia, una característica de la organización de las sociedades de todos los tiempos, en monarquías absolutistas, en repúblicas, dictaduras y democracias liberales.
Las teorías utópicas del “buen salvaje” de Rousseau no han hecho mejorar la condición humana cuando se organiza colectivamente. La llegada de Don Quijote a Barcelona está precedida por el azaroso encuentro con el bandolero Roque Guinart que colgaba a sus víctimas en los pinos de las montañas del Bruc. El bandolerismo y las partidas de guerrilleros sembraron el terror en los parajes rurales del país durante siglos.
Pero no estamos en la Edad Media ni en las guerras carlistas ni en los tiempos del estraperlo. Vivimos en un estado democrático de derecho en el que el Estado tiene el monopolio de la violencia, un gran avance político y jurídico para evitar que la legitimidad de la fuerza esté únicamente en manos del gobierno que aplica las leyes aprobadas por el parlamento.
Tanto el señor Borràs como muchos alcaldes de las tierras tarraconenses dan testimonio de un problema que compete al Estado resolverlo. En algunos ayuntamientos se ha planteado la posibilidad de resucitar a los sometenes que no eran otra cosa que aplicar la ley por grupos de ciudadanos armados porque las fuerzas del orden no podían o no querían hacerlo.
Sería un gran retroceso dejar en manos de los afectados el control de la seguridad de sus comunidades. Dice y repite mi amigo notario que las tres funciones principales del Estado son las de administrar justicia, recaudar impuestos y garantizar el orden público. Estoy de acuerdo.
El Estado tiene que garantizar el orden y la libertad de la sociedad que representa. El gobierno tiene que mandar en nombre del Estado. Y sólo se manda mandando. Enzarzados como estamos en discusiones estatutarias y en una nueva organización territorial del Estado, nos olvidamos de algo tan principal como proteger la libertad de los ciudadanos.
Los Mossos no están desplegados todavía en las comarcas de Tarragona. Unos pocos guardias civiles vigilan a muchos pueblos. El delegado del gobierno en Catalunya, el señor Rangel, ha prometido un despliegue adicional de doscientos agentes para vigilar las comarcas inquietas y asustadas por tantos robos y tantos asaltos a domicilios privados. Está muy bien. Pero la medida es insuficiente y posiblemente llega tarde.
Al ciudadano que vive con el miedo en el cuerpo por si cualquier noche la víctima es él, no le importa mucho si son los Mossos o la Guardia Civil los que le garantizan la seguridad. Lo que pide es garantías para que no tenga que defenderse por su cuenta arriesgando su vida y la de terceros.
Me sorprende el sutil silencio de la consellera Tura y la tardía respuesta del ministro Rubalcaba. La solución no la pueden tener los vecinos sino el Estado. Todavía no sabemos quiénes son los autores de estas fechorías delictivas. Y caemos en la precipitada conclusión de que se trata de bandas organizadas, extranjeras, que campan porn sus respetos y con impunidad en las comarcas del país.
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