La política tiene la manga muy ancha, se lo traga todo, olvida cuanto quiere y recuerda lo que le conviene. Si la política fuera trascendente o sus decisiones irreversibles el mundo no habría resistido tantas equivocaciones durante tantos siglos, en todas partes y por todos los protagonistas.
La política se improvisa y siempre es un borrador apresurado del que luego la historia se encarga de ponerlo en limpio para ser siempre reelaborado generación tras generación por nuevos historiadores que aportan más matices y precisiones sobre el contenido de las decisiones políticas y su contexto.
El domingo los catalanes estamos convocados a pronunciarnos, una vez más, sobre un borrador que puede convertirse en una pieza de gran valor para el futuro inmediato y a medio plazo o, simplemente, un episodio más de tantos actos inútiles que han desembocado en frustraciones colectivas.
Leí atentamente el texto que salió del Parlament de Catalunya el 30 de septiembre. He vuelto a leerlo ahora, aprobado por el Congreso de los Diputados, con las “negritas, negritas, negritas” de las que hablaba con su sorna conocida Alfonso Guerra. La comparación entre los dos textos no resiste la prueba del nueve.
En el debate conducido por Josep Cuní, con la notoria ausencia del president Maragall, se habló de las razones que impulsaban el Sí y de las que pedían el No. Lo más probable, a juzgar por las encuestas, es que la mayoría de catalanes aprobarán el Estatut que se convertirá en ley fundamental del país. Nada volverá a ser como antes y las palabras y los personajes se los llevarán el viento para quedarnos en la gestión que los políticos del futuro hagan de este cambio sustancial en el ordenamiento jurídico de Catalunya.
Se va a dar la paradoja, una vez más, de que al pretender cambiar el encaje político de Catalunya en España, el cambio se va a producir mayormente en España y Catalunya seguirá ambicionando una diferencia respecto al resto de autonomías que el Estado se resistirá a conceder. Y se volverá a invocar el acuerdo alcanzado el 30 de septiembre dentro de cinco o diez años.
Este Estatut no resuelve el encaje de Catalunya en España sino que lo emplaza para una mejor ocasión. A la larga, este desencuentro que se repite generación tras generación sólo puede tener dos salidas posibles: la construcción de una España federal, asimétrica o no, o bien el desgaje de partes de uno de los estados más viejos del continente europeo.
Desde una perspectiva catalanista el Estatut da satisfacciones suficientes. Mejora el financiamiento, se obtienen más competencias y se logra una afirmación identitaria que no existía ni en los textos de 1932 y 1979. Pero desde un punto de vista nacionalista es un paso más hacia una hipotética independencia de Catalunya.
El problema es que seguirá habiendo un problema de encaje entre dos nacionalismos. El español que no querrá modificar fronteras de ningún tipo y el catalán que las va a seguir reivindicando todas.La descentralización política, administrativa y económica desde la Constitución de 1978 ha sido muy beneficiosa para todos. También para España y, por supuesto, para Euskadi, Catalunya y el resto de autonomías.
El Estado no es menos fuerte hoy que hace treinta años. Lo que ha ocurrido es que sus funciones han cambiado. Ha cedido competencias hacia la Unión Europea y hacia todas y cada una de las comunidades autónomas. La unidad de España sale mejor parada de su pluralidad que de su unicidad.
El Estado no ha desaparecido sino que ha cambiado sus funciones entregando partes importantes de su soberanía y poder. Me temo que Zapatero pretende navegar por la tormenta de un cambio de este calibre sin medir las consecuencias.