Hablo a primeras horas de la mañana con mi colega y amigo Tomás Alcoverro. Vive en Beirut desde hace más de treinta años. Es el más veterano corresponsal en aquellas convulsas tierras orientales. Le pregunto cómo está, si su vida corre peligro, qué significa esta nueva ofensiva israelí sobre Líbano.
Alcoverro es inefable, único, en la historia del periodismo de los últimos tiempos. Ha conocido y observado todos los conflictos de Oriente desde el año 1970. Observa los hechos con la distancia que aporta sabiduría a quien ha visto tanto sufrimiento, tanta irracionalidad, tanto desastre en unas tierras que no viven en paz, en la que la libertad occidental es inconcebible, pero son lo que son.
Tomás es un hombre de matices, una riqueza impropia en una zona del mundo en el que los claroscuros no existen. Todo es blanco o negro. Fuerza o sumisión. Alcoverro vuelve a referirse al temor de la entrada de la noche beirutí.
Hace muchos años le visité en plena guerra civil libanesa. El aeropuerto estaba destruido y había que cruzar la aduana sobre escombros. Tomás me esperaba al fondo del aeropuerto de lo que un día fue la capital de la Suiza de Oiente. Vestía traje blanco, zapato marrones, un auténtico personaje de Thomas Mann de la Muerte en Venecia.
Desde el fondo gritó «rais, rais», jefe, jefe, y los aturdidos funcionarios del aeropuerto no me pidieron ni siquiera el pasaporte. Nos acercamos a un destartalado aparcamiento. Al coche de Alcoverro le faltaba una puerta trasera. Me dijo que era la forma más segura para que no le robaran el coche.
Nos dirigimos al centro de Beirut atravesando los campos de Sabra i Shatila que desprendían el humo de la destrucción causada por el ejército israelí que invadió Líbano en 1982 y que dirigía Ariel Sharon. Centenares de muertos fue el balance de aquella matanza. Tuvieron que transcurrir dieciocho años hasta que la invasión de Israel del sur de Líbano acabara en una retirada sin haber conseguido su objetivo.
Recordamos aquellas vivencias de guerra, aquellas incursiones en el fuego cruzado de Beirut para comprar una alfombra, de nuestro viaje accidentado al valle de la Bekaa para llegar finalmente a la hermosa ciudad de Balbek, con almuerzo en el vetusto hotel Palmira. Echamos una ojeada al libro de firmas en el que constaba la que Alfonso XIII estampó en los años veinte.
Alcoverro hacía esta mañana una distinción interesante entre el grupo Hezbollah, que tiene ministros en el gobierno de Beirut, y el Hamás palestino que está en el gobierno palestino. No son lo mismo. Aunque los dos practican la violencia indiscriminada. Uno en el interior de Israel y el otro en el norte de la Galilea. El gobierno de Jerusalén ha abierto un nuevo frente contra dos grupos, los dos en los gobiernos palestino y libanés, que no pueden hacer frente al poderoso ejército israelí pero que continuarán sus ataques terroristas o de insurgencia contra Israel.
Hay una novedad en la actual situación. Tanto Hamás como Hezbollah controlan canales de televisión que llegan a sus respectivas poblaciones pero que tienen una versión traducida al hebreo que puede ser sintonizada en el interior de Israel.
La batalla que se libra en Oriente, desde Indonesia a Palestina, no es entre ejércitos sino entre canales de información, entre ideas y entre odios. Los que se plantan ante Israel tienen un instrumento nuevo, el de la informaición y la propaganda que llega a todos los rincones de la región.
Soy muy partidario de la existencia del estado de Israel. Por razones históricas y humanitarias. Los judíos tenían derecho a un estado propio después de tantos siglos de persecución en toda Europa y después de la perversa experiencia del genocidio practicado por Hitler, por el Holocausto para destruir una raza, una cultura y una manera de ver las cosas, una manera de ser.
Pero como dice un judío notorio, lúcido, un judío que dice que no se puede dimitir de ser judío, la creación del estado de Israel en tierras ocupadas por otros durante siglos fue un error. Se trata de George Steiner que con cierta tristeza afirma que los judíos han pasado de ser un pueblo perseguido a un pueblo que para defenderse se convierte en verdugo.
El conflicto es endémico. Tiene tintes culturales, étnicos, religiosos entre dos civilizaciones que no encuentran un punto de acuerdo para convivir. Recuerdos de Beirut que escribo esta mañana de julio mientras pienso que la radicalidad y la fuerza no traerá la paz en la región.
Entiendo que los israelíes se defiendan asediados en una isla en medio de un inmenso océano de árabes que niegan la misma existencia del estado de Israel. No se trata únicamente de Hezbollah y de Hamás sino de estados importantes como Siria e Irán que desde la estructura política, militar e ideológica dicen explícita o implícitamente que Israel no tiene el derecho a existir.
Un error, un gran error, por parte de todos. Todo arranca de la guerra de los Seis Días de junio de 1967 en la que Moshe Dayan enarboló la bandera de David en lo alto del Templo de Jerusalén, mezquita musulmana hoy en día, asegurando que aquel estandarte permanecería para siempre en lo alto del pináculo del Templo.
Aquella brillante batalla militar se convirtió en una amarga victoria. Se ocuparon los territorios y no se dió una salida social, política y nacional a quienes no se consideran israelíes ni pueden serlo porque el Estado de Israel no los acepta.
Quiero finalmente hacer una distinción que me parece importante. Una cosa es la gran consideración, el afecto, que siento por el pueblo judío y otra muy distinta es la actuación de los gobiernos de Jerusalén que, como todos, cometen errores aunque sea por la digna causa de su defensa como pueblo.
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