El miedo, la rabia y la irracionalidad han descendido de nuevo sobre las mentes de los que habitan la vasta región de Oriente Medio. Las macabras escenas no son nuevas. Han formado el paisaje humano de aquellas tierras desde hace siglos, mucho antes de que Flavio Josefo nos relatara en sus «Guerras judías» la destrucción de Jerusalén por parte del emperador Tito, el año 70 de nuestra era.
La fuerza ha ganado casi siempre a la razón. Lo nuevo en estas lamentables circunstancias es que la fuerza la tienen todos los contendientes. Y la información también. Y, lo que es más novedoso, también se acogen a la práctica democrática de celebrar elecciones.
Ha habido elecciones en Líbano, en Iraq y en Palestina. Sus gobiernos son democráticos desde el punto de vista formal. Pero no disponen de instituciones democráticas, de equilibrio de poderes, de respeto a la ley, de tener en cuenta los intereses contrapuestos de todos los ciudadanos. Carecen de una prensa libre.
Lo más inquietante de la situación, como señalaba Thomas Friedman el sábado, es que el radicalismo islámico ha aprendido que a través de las urnas se puede islamizar el mundo musulmán.
La diferencia entre las democracias de Israel, Líbano, Palestina e Iraq es que en los tres últimos países las discrepancias se purgan convenientemente, se aplastan si hace falta, se borran del mapa.
En 1991 se celebró la primera vuelta de las elecciones en Argelia. No hubo segunda vuelta porque los militares se dieron cuenta de que el Frente Islámico de Salvación (FIS) las ganaría cómodamente. No hubo democracia por el temor a que un partido radical islámico que había causado muchas muertes pudiera alcanzar el poder.
Así parecía también en Palestina donde finalmente ganó Hamás. En Líbano, Hizbulá consiguió representación parlamentaria y entró en el gobierno frágil que ahora es golpeado por Israel. En Iraq, la gran mayoría de ciudadanos acudieron a las urnas a pesar de la inseguridad y las amenazas de los radicales. Salió un gobierno democrático, representativo, pero que es incapaz de imponer un mínimo de orden en el país.
Irán también es democrático si se entiende por ello que los ciudadanos son convocados a las urnas. Ganó la facción más radical, la heredera de la revolución islámica de 1979, y el primer ministro está prosiguiendo con su enriquecimiento de uranio para obtener eventualmente la bomba nuclear y, además, dice abiertamente que Israel no tiene derecho a existir y que hay que borrarlo del mapa.
En Egipto hay elecciones pero no hay libertad. Lo mismo ocurre en otros países, reinos y emiratos de la región donde una minoría, normalmente muy acaudalada, mantiene la ficción de que son democracias cuando, a lo más, son dictaduras o autocracias.
La batalla se libra en el interior del mundo árabe. Los que son elegidos democráticamente, como era el caso de Al Fatah, son un nido de corrupción y los que consiguen el poder desde una trayectoria violenta, utilizan el terror para conseguir sus objetivos.
No es el presidente palestino el que incita a atacar Israel. Tampoco el presidente iraquí es el que impulsa las luchas fratricidas en un país que salía de una larga dictadura. En Líbano, los ministros de Hizbulá son minoritarios, pero no tienen inconveniente en utilizar la fuerza para atacar a Israel o a la disidencia interna. En Irán hay muchos ciudadanos que no comparten la ideología radical del régimen.
El problema en esos países es que no hay clase media acomodada, no hay educación, los mullahs y los clérigos dictan las reglas de la política y, al final, las crisis se suceden de forma continua. Se confunde la legitimidad de un gobierno con la facultad de las facciones que forman parte de esos gobiernos para hacer política de partido.
Lo más inquetante es que todos disponen de información, de armas, de estrategias que se sobreponen unas a otras. Cada uno utiliza estos instrumentos para defender las causas de sus ideas particulares y no los intereses de la nación en general.
La crisis está en el mundo musulmán, con una Liga Árabe que se lava las manos de todas las crisis y con unos movimientos democráticamente elegidos para formar parte de los gobiernos que van por su cuenta.
Israel tiene la gran ventaja de que su democracia, hecha a medida de los ciudadanos de origen judío, tiene más contrapesos y está sujeta a la observación de todo el mundo porque se cuenta entre las democracias occidentales.
Estados Unidos y Europa han de reaccionar. No solamente para parar a Israel en esta guerra en la que siempre hay más víctimas de sus adversarios que suyas propias, sino para hacer cumplir los mínimos requisitos de orden democrático. No de una democracia descontrolada por sus propios protagonistas.
Mientras eso no ocurra nos espera un verano muy sangriento.