Estábamos el otro día discutiendo en una mesa redonda presidida por Carles Duarte sobre el periodismo en la era digital. Los cambios se están imponiendo desde abajo; las empresas y el periodismo hemos perdido el monopolio de la información. El mundo viaja en círculos superpuestos, horizontales y no verticales, que imponen a las clases dirigentes lo que hay que hacer en cada momento.
El populismo no se encuentra solamente en las repúblicas sudamericanas, proclives a buscar soluciones de emergencia recurriendo a líderes carismáticos, caudillos o autócratas que en nombre de la estabilidad se saltan las leyes que protegen los intereses de los más débiles o los más poderosos.
En la mesa redonda estaba Vicent Partal, pionero en internet en este país; Màrius Serra, filólogo sapientísimo, y Mercè Molist, especializada también en internet.
En el momento del debate con el público se me ocurrió introducir, sin ninguna intencionalidad y sin ánimo alguno de polémica, un elemento que en el periodismo de todos los tiempos, también en el de la era digital, había que tener en cuenta. Dije que el periodista había de buscar la verdad, aquello que se pierde primero cuando una guerra arrincona la razón y el único lenguaje es la fuerza.
La mesa se sobresaltó como si hubiera tocado un tema políticamente incorrecto. Partal respondió enseguida que hay muchas verdades y que nadie puede atribuirse la única y verdadera. Son las verdades las que tienen que convivir sin aplastarse entre sí. Es un argumento vigente que no me siento preparado para combatir. Porque no soy filósofo y ni siquiera intelectual. Escribo artículos sobre cualquier tema con la convicción de que muchos de ustedes que me leen saben mucho más que yo de lo que estoy hablando.
Màrius Serra hizo varias piruetas verbales, magistrales como siempre, y aconsejó que en el punto en el que podíamos confluir es hablar de realidades. El mundo se mueve en los parámetros de las realidades y no en el de las verdades. No me acuerdo de lo que dijo Mercè Molist, pero el debate prosiguió animado sobre si la verdad existe o no existe.
La misma composición de la mesa indicaba que había introducido una cuestión, como ocurre en la mayoría de tertulias, ese arte tan hispano y tan superficial, de la que nos atrevíamos a opinar sin complejos por el hecho de tener una audiencia que nos escucha. Lo importante no es conocer un tema desde el punto de vista académico o intelectual, sino decir lo que a uno se le ocurre sobre la marcha. Especialmente los periodistas, muchos de los cuales somos expertos en generalidades y hablamos de todo a todas horas.
Si a alguien se le ocurre hablar de la verdad, aunque sea sólo la suya, corre el riesgo de que le tilden de prepotente. Si en el periodismo es imposible saltarse lo políticamente correcto, en política es absolutamente imprescindible, porque se trata de vender las verdades que están en circulación. No hay que decir lo que uno piensa, sino lo que piensa la mayoría. Así se ganan las elecciones y así se gobierna. Así es la democracia, el menos malo de los sistemas de gobierno.
Pero se corre el riesgo de entrar en el terreno de las verdades concurrentes cuando lo que está en juego es el miedo a que cada uno someta sus convicciones a la aprobación de la mayoría. Entiendo que en este contexto cabría enmarcar la falta de liderazgo en el Occidente democrático. No hay líderes porque hay sequedad de ideas propias y convincentes. La idea de verdad ha sido eliminada y sustituida por la de progreso. El progreso mismo es la verdad. Sí y no. Y depende. Me quedo con Dostoievsky cuando, en «Los hermanos Karamazov», pone en boca de un personaje: “Todo pasa, lo único que perdura es la verdad».