Pienso que sería una frivolidad atribuir el miedo global en el que vivimos después del 11 de septiembre de 2001 a la respuesta de Estados Unidos a la tragedia provocada por una veintena de terroristas suicidas que atacaron por sorpresa los símbolos más emblemáticos de la economía, la política y el poder norteamericanos.
En los últimos cinco años hemos comprobado que el terrorismo de procedencia islámica ha sacudido indiscriminadamente a ciudadanos inocentes de Madrid, Londres, Marruecos, Turquía, India, Bali y otros rincones del planeta donde los fanáticos que se ciñen con bombas y se suicidan matando son mucho más numerosos que los que podíamos pensar.
La primera reflexión es que la fuerza para mantener la seguridad nacional o global no se mide ya solamente en términos de ejércitos, de aviones, de cohetes o de hegemonía militar. El equilibrio de fuerzas tiene otros parámetros. Un fanático que se proponga causar la muerte indiscriminada inmolándose en un estadio de fútbol o en un supermercado repleto de clientes, lo puede hacer con la simple voluntad de quitarse la vida y cumplir lo que considera un deber patriótico o religioso.
Bush y cuantos se unieron a su causa para destrozar el terrorismo en el mundo han golpeado a cañonazos para destruir a mosquitos.
Pero el terrorismo de Al Qaeda y de otros movimientos asimilados ya no son una secta marginal sino una organización global con militantes nativos dentro de Europa y en el interior mismo de Estados Unidos. Acabamos de saber que grupos de futuros suicidas son reclutados en Barcelona para ser instruidos en lugares secretos.
Las televisiones nos suministran alocuciones de líderes integristas islámicos amenazando que atacarán de nuevo, por sorpresa y sin anunciar previamente sus atentados indiscriminados.
Las dos guerras derivadas de los ataques de hace cinco años han derrocado a regímenes sangrientos e impresentables en Afganistán e Iraq generando, a su vez, una resistencia armada en el interior que se enfrenta civilmente o bien ataca cuando puede a los poderosos ejércitos que invadieron esos territorios.
La guerra de Afganistán contó con la aprobación internacional. Pero en Kabul la inseguridad pone en grandes dificultades a las tropas aliadas para mantener la estabilidad de un caótico país.La guerra antiterrorista ha causado más de cien mil muertos y el número de desplazados, desde Líbano a Iraq pasando por otros países del Golfo alcanza la cifra de cuatro millones.
Irán, un país hostil pero que no representaba una amenaza directa, se ha convertido en la potencia más importante de la región que suministra ideas y armas a Hizbulá, a Hamás y cualquier movimiento que pretenda unirse a la guerra contra Occidente. Su presidente repite sin rubor que Israel no merece existir y sigue adelante con su proyecto de obtener uranio enriquecido y disponer de la bomba atómica.
Aznar se fue. Bush y Blair acusan la impopularidad de haber desatado una guerra sin pensar en cómo podía terminarse. Rusia, la Unión Europea, China y varios regímenes populistas sudamericanos se han distanciado de la estrategia seguida por Washington.
Los norteamericanos han conmemorado con dolor y rabia la tragedia de hace cinco años. El terrorismo masivo perpetrado por fundamentalistas islámicos es un peligro que nos afecta a todos. La estrategia seguida ha dado resultados negativos. Siguen ahí, en medio de nosotros, dispuestos a castigar a Occidente ofreciendo todas las vidas que haga falta. Churchill decía que la guerra es una cuestión demasiado importante para dejarla en manos de los generales. La respuesta tiene que ser política, más inteligente y más efectiva.