El país va intentando entrar en la comprensión de lo que ha ocurrido después de las elecciones del primero de noviembre. Pienso que estamos ante un posible guión siguiendo las pautas de los dramas de Shakespeare, las tragedias de Sófocles o Eurípides y las graciosas comedias de Arniches.
Estos géneros teatrales han abundado en la campaña, en las reacciones primeras tras el anuncio de los sondeos por televisión y, sobre todo, en la rápida decisión de repetir un gobierno con los tres partidos que no consiguieron agotar la última legislatura por desavenencias internas, por errores y por una práctica autodisolución.
Si no hay sorpresas de última hora tendremos a un president de la Generalitat que nació en un pueblo cordobés escalando todos los peldaños de la política catalana, pasando por una cartera en el gobierno de Madrid, hasta llegar a la Plaça de Sant Jaume.
Lo que va a ocurrir en Catalunya es impensable que se produzca en ningún territorio patrio. Un catalán no está previsto que sea presidente del gobierno español o de algunas de las comunidades autónomas, ni siquiera en las más próximas culturalmente como pueden ser Valencia y Baleares. Dice mucho a favor de la integración en Catalunya.
José Montilla y los socialistas fueron los más castigados en las urnas el día de Todos los Santos. El factor de empatía de tantos cientos de miles de catalanes no nacidos aquí no tuvo efectos de movilización para votar a un cordobés. Más bien al contrario. Montilla será presidente siendo el que más votos y más escaños ha perdido en las elecciones. Paradójico.
Otra paradoja es que el mapa de Catalunya está teñido de azul si seguimos la tradición de que ese color es conservador y el rojo es de izquierdas. CiU ganó en todas las comarcas catalanas excepto en el Vallès Occidental, el Garraf y el Barcelonés. Ganó en 832 municipios y en todas las capitales catalanas, incluída Barcelona.
Este hecho es incuestionable. Artur Mas ganó las elecciones, tuvo más votos que ninguno de sus adversarios, más escaños, pero no los suficientes para obtener una mayoría en el Parlament. CiU no acierta al confundir unas elecciones parlamentarias con unas presidenciales. A no ser que se cambie la ley electoral y se elija a un presidente y no a 135 diputados que forman las mayorías pertinentes para formar gobierno.
Otra paradoja es que el partido expulsado por los socialistas hace sólo seis meses por no aceptar el Estatut que venía del Congreso, sea ahora el que vuelva a echar mano de la famosa llave de la gobernabilidad y entre en el nuevo ejecutivo con más fuerza que en 2003, después de todo lo que ha llovido.
Es paradójico también que quien votó no al Estatut tenga una responsabilidad directa para implementar su desarrollo.
Una nota que añade confusión es el hecho de que quien impulsa el Estatut, el presidente Maragall que se encuentra en aplazada visita a Senegal, fue defenestrado por el presidente Zapatero como precio a la alianza que el PSOE pensaba obtener con CiU.
Pienso que Zapatero es también perdedor de estas elecciones porque ha jugado con Catalunya haciéndonos creer que era su defensor. Lo que nadie, desde Reventós a Maragall, se atrevió nunca, lo ha hecho Montilla al demostrar que las decisiones de los socialistas catalanes no son una mano alargada de Ferraz o La Moncloa.
La vida continúa y no puede estar sujeta a la ira o conspiraciones de unos y otros. El país espera un gobierno estable, sólido, coherente y eficaz. Un gobierno que deje de mirarse a sí mismo y piense en la gente. Habría que abandonar el drama, la tragedia o la comedia. Vienen tiempos complejos y hará falta generosidad y magnanimidad por parte de todos.