Rusia es un gran país inmenso, con once franjas horarias, se extiende desde el Pacífico hasta el Mar Báltico. La literatura no sería lo que es si los escritores del siglo XIX no nos hubieran transmitido las complejidades profundas del alma de un pueblo.
Desde tiempos de Pedro el Grande y de Catalina ha luchado para encontrar un espacio en el mundo, para decidirse por su europeidad o por el carácter eslavo de sus gentes. La modernidad que quiso introducir el zar Pedro pasaba por Europa y las veleidades de la zarina Catalina carteándose con Voltaire y con los ilustrados franceses se estrelló contra la Revolución de Octubre.
Un puñado de revolucionarios tomó el poder en San Petersburgo y los efectos de aquel nuevo régimen que pretendía implantar el «homo sovieticus» se extendieron por todo el mundo.
Rusia ha condicionado la política del mundo desde que Napoleón era derrotado por la soledad de los salones del Kremlin y por las bajas producidas por el general invierno después de la batalla de Borodino. La Santa Alianza del Congreso de Viena tiene el sello ruso. La revolución de 1905 conmociona al mundo y la de 1917 marca todo el siglo.
Los soviéticos son los que frenan a Hitler en Stalingrado y Leningrado. El Tercer Reich recibe su golpe de gracia en las playas de Normandía pero también en el frente del Este. Son las tropas de Stalin las que llegan a Berlín y las que descubren el primer campo de exterminio en Treblinka.
La conferencia de Yalta parte a Europa en dos. El Pacto de Varsovia es una extensión del poder político, militar y económico de Moscú. Las revoluciones de terciopelo o de las calles de Budapest, Praga, Berlín Este y Varsovia derriban el muro levantado por Kruschev en en 1961.
Rusia pierde pedazos muy considerables de su imperio. Lenin decía que la Unión Soviética no sería la cárcel de los pueblos pero en menos de dos años convirtió a toda la masa euroasiática en una cárcel de las personas sospechosas, díscolas o simplemente no adictas al nuevo régimen.
Una gran maquinaria para detectar adversarios se puso en marcha. Primero con la NKVD y luego con la KGB. El Gran Hermano orwelliano se instaló en todos los rincones del imperio. El sistema no cayó por una guerra en el exterior, ni siquiera por una revolución interna. El gran edificio se desmoronó sin que nadie disparara un tiro.
Se separaron unas catorce repúblicas. Quedó Chechenia que también pedía su soberanía pero no la obtuvo. Gorbachev no está muy bien visto en Rusia. Pero fue él quien liquidó un régimen que no servía a los soviéticos sino al aparato de un partido que disponía de información, conocía las vidas privadas de la gente, les detenía y juzgaba.
Luego apareció Boris Eltsin, con mucho vodka en el cuerpo y con una desidia y despreocupación notables. No podía continuar. Perdió el poder y lo recogió Vladimir Putin, antiguo funcionario del KGB que rige Rusia con puño de hierro.
Pienso que el espionaje, la eliminación de los enemigos del régimen, la persecución de los peligrosos y sospechosos ha continuado. No hay evidencias sobre quién envenenó a Alexander Litvinenko, ex espía ruso, que ahora lucha por su vida en un hospital de Londres. Las sospechas se han dirigido inmeditamente sobre Putin.
Litvinenko tiene muchos enemigos dentro y fuera de Rusia. Sabe demasiado. Sabía demasiado también la periodista Anna Politkovskaya que fue asesinada hace unas semanas en Moscú. Hablaba de lo que ocurría en Chechenia.
Son personas que pretenden reformar Rusia desde la modernidad, la libertad, la igualdad y la justicia. Han sido asesinados más periodistas, hombres de negocio, políticos desafectos y gentes que amenazaban el control de Putin de aquel gran país.
El Kremlin reacciona invariablemente negando cualquier involucración en esos crímenes. Se limita a decir que son mentiras. Ni siquiera tranquiliza a los rusos diciendo que va a investigar los crímenes.
Rusia vuelve a tener relevancia. Porque es un gran país, porque tiene recursos energéticos necesarios para Europa y para el mundo, porque no se conforma con haber perdido el control sobre el cordón de países independientes que fueron suyos y que ahora van por su cuenta.
Putin no merece contarse entre los grandes estadistas mundiales. A pesar de que disponga de petróleo, de que sea muy grande o de que pueda influir en el mundo. La «realpolitik» ya pasó. No se puede tolerar todo por el hecho de ser más fuerte, tener más recursos o dominar la gran masa euroasiática.