Estoy pasando diez días en Corea, en una combinación de trabajo y vacaciones. Casi todo el tiempo en el Sur y una jornada en el Norte. Seul es una ciudad moderna, abierta, democrática, la capital de un país que tiene gigantes que la rodean por todas partes.
Se siguen estos días los Juegos Olímpicos de Beijing con una cosecha interesante para los coreanos en el medallero. En el Norte celebran también los Juegos Olímpicos, pero entre ellos, como si nada ocurriera en la vecina gran China.
Es interesante la occidentalización de la vida coreana del Sur. Hay un gobierno elegido en el mes de abril, amigo de Estados Unidos, pero sin presencia visible americana. Es más, el sentimiento de las gentes no es precisamente de simpatía con Washington y su política. La guerra de Corea que terminó en 1953 es recordada por la generación que ahora gobierna el país pero no por los jóvenes que no se sienten identificados con la dependencia de Estados Unidos.
La unificación con el Norte, la capacidad nuclear del último reducto inalterado de la guerra fría, las actitudes de Rusia en Georgia, el pacto entre la OTAN y Polonia para construir un escudo antimisiles, son analizados con clave propia.
Se pretende la unificación pero sin prisas y de forma gradual. Corea contempla los gigantes que la rodean con incertidumbre. No quiere ser vasallo de Estados Unidos, mantiene la rivalidad con Japón que la invadió en 1910 y la agregó en los años treinta, no se fía tampoco de Rusia y China es demasiado poderosa para jugar con ella.
Corea del Sur es el fruto de la guerra fría. Su división fue el resultado de la rivalidad política, económica e ideológica entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Quedó partida en dos y la diferencia entre los coreanos del sur y del norte es abismal. Corea del Norte es el último laboratorio del comunismo dictatorial. Hay hambre, desconocimiento de lo que ocurre fuera de sus fronteras, incerteza sobre el futuro a la muerte del lunático Qim Il Jong.
Kim Il Jong es comandante supremo del ejército, presidente de la Comisión de Defensa Nacional y jefe del comité militar del Partido de los Trabajadores de Corea, pero hasta julio de 1995 no había asumido formalmente la jefatura del Estado y del partido que quedaron vacantes a la muerte de Kim Il Sung, su padre.
La desastrosa política exterior de Bush en Iraq y las complicaciones de la situación en Afganistán han borrado formalmente de la lista del «eje del mal» a Corea del Norte. Se ha conseguido un acuerdo de principios entre China, Rusia, la Unión Europea, Japón, Estados Unidos y Corea del Sur para que el régimen del Norte destruya su arsenal nucler a cambio de ayudas económicas para salir de su crisis miserable.
Pero no se ha avanzado mucho. Lo que se ha conseguido es que Corea del Norte no se encuentre ya en la lista de países que inspiren el terrorismo. Es un acuerdo sobre el papel que no se ha traducido en acciones directas, al margen de algunas señales de que Corea del Norte está dispuesta a destruir su potencial nuclear.
Pero es lo único que le queda a Qim il Jong que no destruirá la única baza que dispone para poder negociar con una cierta fuerza. Tampoco los demás países quieren dar un paso para enterrar millones de dólares en la república nordcoreana.
Curiosamente, todo depende de la persona de Qim Il Sung. Ha conseguido dominar el país con la dureza propia de un régimen estalinista y no parece que sea víctima de una revuelta o de una revolución de sus propios súbditos.
En Seul, mientras tanto, tampoco hay prisas. No pretenden repetir la experiencia de la unificación alemana porque no disponen de recursos suficientes para afrontarla. Prefieren seguir así, como están, paso a paso, sin tomar decisiones definitivas.
Pero la historia, curiosamente, no depende de la voluntad de una persona. Puede que la situación se prolongue durante años, mientras viva el dictador, pero puede ocurrir también que factgores internos o externos acaben precipitadamente con esta reliquia impresentable del siglo pasado.