Sería más interesante que la libertad no se dirimiera a gritos sino tranquilamente, con argumentos, pensando en que el otro existe y tiene también sus razones para pensar igual o de distinta manera que uno mismo.
Josep Fontana recuerda en La época del liberalismo, la existencia de un viejo republicano, José María Bonilla, que hace más de un siglo hacía esta amarga reflexión: “todo cuanto existe en España es contrario a la existencia de la libertad”.
Vivimos afortunadamente en una sociedad democrática y libre en la que las ideas y las opiniones circulan a gran velocidad y en todas direcciones escrutando las acciones de las personas con proyección pública. Todo interesa a nuestra era de consumo de una masa crítica de información sin precedentes.
Pero la libertad es uno de los valores que también hay que reconciliar con los demás. Uno de ellos es la responsabilidad en el sentido que, por ejemplo, una mentira tiene efectos perniciosos al igual que una verdad a medias, por mucha libertad que se invoque. Sería peligroso que nos instaláramos en un ambiente confuso sobre la libertad porque conduciría a un dogmatismo que sería hostil a la propia libertad.
Los liberales, que en Estados Unidos se identifican con el Partido Demócrata, sostienen que las personas no pueden ser libres si son pobres o tienen una educación deficiente, en suma, si no se disfruta de ella con algún grado de igualdad social.
En el debate suscitado por el Estatut de Catalunya, encallado en un Tribunal Constitucional que incumple los requisitos formales en la propia composición de sus miembros, se ha levantado una gran polvareda política y periodística en la que la libertad de los individuos queda supeditada a los intereses de la nación española o de la nación catalana. Los argumentos se esgrimen con pocos matices, se expresan en blanco y negro, con un griterío político y mediático que ensordece.
El Tribunal Constitucional hace un triste papel al no estar al día porque socialistas y populares no se han puesto de acuerdo en renovarlo. Y no parece que tengan intención de hacerlo rápidamente. La conclusión, a mi juicio, va más allá de una decisión jurídica del más alto tribunal que ha de velar por el cumplimiento de la Constitución de 1978.
Parece más bien la constatación de que los dos grandes partidos españoles no aceptan un Estatut que ha hecho todo el recorrido preceptivo para estar en vigor.