Enviar más tropas norteamericanas ahora para retirarlas todas en el 2011. Este podría ser un resumen del anuncio del presidente Obama de enviar otros treinta mil soldados a Afganistán que se unirán a los casi setenta mil desplegados en ese fiero país de Asia central.
El pragmatismo conciliador de Obama es ciertamente un contrapunto potente a las impetuosas certezas morales de George Bush. Obama no ha recurrido a los errores de su antecesor para salir del laberinto de Afganistán. No puede mirar al pasado para resolver los conflictos del presente.
Pero debería haberlo hecho porque la presencia militar de Estados Unidos en Iraq y la gran coalición internacional en Afganistán que cuenta con casi cuarenta mil soldados no fue iniciativa suya. Las tropas desplegadas en Iraq tienen un calendario de retirada. Las de Afganistán, también, aunque con la extraña fórmula de enviar otros treinta mil soldados.
El síndrome del presidente Johnson le acecha. Sabía su antecesor que reclutar más soldados para enviarlos al infierno de Vietnam en los años sesenta era una equivocación. Y, sin embargo, lo hizo. Por la presión del ejército que le prometía ganar la guerra y por defensar a un gobierno en Saigón que era tan corrupto y tan ilegítimo como el que hoy controla Kabul y sus alrededores.
La guerra en Afganistán está perdida en las praderas de las planicies afganas y en las montañas del Himalaya. Los rusos se lo han advertido y los británicos lo saben por experiencia al haber perdido tres guerras en aquella parte del mundo a finales del siglo XIX. La experiencia reciente demuestra que, efectivamente, se derrocó el régimen de los talibanes que fue la incubadora de terroristas que cometieron el atentado más sangriento que han conocido Estados Unidos en su historia.
El mundo se puso al lado de Washington tras la tragedia del 11 de septiembre de 2001. La intervención militar en Afganistán recibió los apoyos de la comunidad internacional. Pero los talibanes siguen causando bajas a las tropas norteamericanas y a las de la coalición internacional.
En Alemania se ha cobrado la dimisión de un ministro por haber mentido sobre un bombardeo sobre civiles. La canciller Merkel duda sobre el envío de más tropas. El presidente Zapatero sigue haciéndose perdonar el pecado de la primera semana de su mandato al ordenar la retirada de Iraq y ahora se rinde a las insinuaciones de Obama para enviar más soldados a Afganistán.
Al igual que en Vietnam, la guerra de Afganistán está ya perdida en la opinión pública internacional, la norteamericana también. No es una guerra popular. Mantener a un gobierno llamado democrático que no ha sido elegido democráticamente es una contradicción. No es sorprendente que la popularidad de Obama haya descendido en picado