Las sociedades valoran más los actos que las intenciones, las realidades que los discursos, la solución de los problemas que las teorías sobre cómo resolverlos. Tanto discurso sobre la Constitución en un nuevo aniversario del periodo más largo de progreso, convivencia y libertad que ha conocido nuestra historia, es sospechoso y no augura nada bueno.
Es paradójico que tanta invocación constitucional coincida con la tensión política creada por la incapacidad del tribunal que tiene que dictar sentencia sobre el recurso del Estatut catalán. El problema no es la Constitución sino quienes la tienen que interpretar.
Establecía José Bono un simil deportivo al afirmar el papel arbitral de la Constitución como ley suprema a la que todas las demás leyes tienen que ajustarse. Pero no dijo el presidente del Congreso que los máximos árbitros llevan tres años sin emitir una sentencia y que no se atreven a silbar el final del partido. Esta inexplicable demora desprestigia al alto tribunal y hace daño a la misma Constitución.
El pacto de la transición no fue jurídico sino político. Se alcanzó con la meta colectiva de respetar la diversidad, especialmente al tratar aquellos que no compartían las metas comunes y para ofrecer salvaguardias adecuadas para los derechos fundamentales.
Diversidad cultural, ideológica y territorial. El Estado autonómico es algo más que una descentralización administrativa que cede competencias con sus presupuestos respectivos. Es la aceptación de que no hay una única manera de ser español como no hay una sola forma de ser vasco, catalán, andaluz o madrileño.
Soy de la opinión de que los derechos individuales preceden a los de los pueblos y a los de los estados. Las democracias de corte anglosajón, la británica y la norteamericana, constituyen un estado social que descansa en la libertad de cada uno en escoger las opciones que mejor le parezcan. No hay inconveniente en que Escocia sea un Reino o que Tejas sea un Estado.
Según parece, el tema encallado en el Constitucional es que los catalanes se consideren una nación. ¿Tan importante es el nombre de la cosa cuando otras autonomías, como la andaluza, proclame que es una realidad nacional? Lo importante es asegurar la lealtad de los ciudadanos a un proyecto común compartido que no debe necesariamente ser unívoco. El federalismo alemán es una pauta.
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