La búsqueda voluntaria de nuevos horizontes vitales ha sido una constante de la historia. Todos somos descencientes de alguna inmigración próxima o lejana. Otra cuestión muy distinta son los desplazamientos masivos de personas como consecuencia de decisiones políticas que obligan a cientos de miles de personas a abandonar su tierra porque alguien ha dibujado nuevas fronteras.
La separación forzosa más numerosa del siglo pasado fue la creación de Pakistán en 1947 que obedeció a criterios exclusivamente religiosos. Los hindúes se quedarían en la India, según diseñaron los colonizadores británicos y el gobierno Nehru, y los musulmanes se trasladarían a Pakistán y lo que hoy es Bangladesh. Muchos paquistaníes piensan que fue una decisión acertada. Pero otros opinan lo contrario barajando el dato que hoy hay más musulmanes en la India que en Pakistán que cuenta con una población de 170 millones de habitantes.
Mala solución es la de crear un estado con criterios exclusivamente religiosos. Israel puede considerarse una excepción por razones históricas, pero el hecho es que no saben cómo resolver la situación de los más de cuatro millones de palestinos que se encuentran cautivos en los territorios ocupados después de la guerra de los Seis Días de junio de 1967.
Tengo muchos amigos judíos y admiro la supervivencia de un pueblo que ha desafiado persecuciones y ultrajes seculares en la desgarrada historia europea. Los personajes que han influido más en mi vida son judíos y creo necesario reconocerlo. Pero la creación del Estado de Israel fue una solución y, a la vez, un problema que sólo puede resolverse con inteligencia y generosidad por parte de todos.
Europa no ha sido un ejemplo de respeto a las minorías. Después de la Gran Guerra de 1914 y de los tratados de paz sucesivos, cincuenta y tres mil búlgaros establecidos en Grecia fueron intercambiados por otros tantos griegos establecidos en Bulgaria. El desastre griego en Esmirna en 1922 provocó el éxodo de un millón de griegos del Asia Menor y otros doscientos cincuenta mil de Tracia y Constantinopla. La operación se completó con el Tratado de Lausana que fijaba que casi doscientos mil griegos de Turquía se intercambiarían por cuatrocientos mil musulmanes que vivían en tierras helénicas.
Al término de la última guerra mundial serían los alemanes los expulsados de Prusia oriental, Polonia, de Bohemia, de la tierra de los Sudetes, de Hungría y de Austria. Todo ello garantizado por los grandes estados democráticos que se llenan la boca de la palabra civilización y progreso.
Es nuestra historia milenaria que sólo puede superarse en un ámbito como el de la Unión Europea en el que puedan convivir las diversas lenguas y culturas desde el respeto al otro, al margen de las fronteras políticas.
Las divisiones de la historia son inevitable.