En muchos encuentros con diplomáticos españoles por el ancho mundo siempre se establecía una distinción de rango protocolario. Los embajadores tenían una buena mansión, disponían de productos espirituosos a bajo precio, sabían comportarse entre las elites de cualquier país y echaban de comer a los periodistas. Así lo decía Manuel Fraga en Londres.
He tratado a centenares de diplomáticos en sus embajadas y consulados. Son personajes entrañables, viajados, leídos y buenos profesionales. Hay de todo, como en todas partes. Pero suelen mirar a los periodistas por encima del hombro. No mucho. Sólo un centímetro o una pulgada. Es lo que más molesta.
El embajador lleva a sus espaldas el Estado. Lo exhibe, lo representa y lo defiende. En una ocasión recibí la visita en La Vanguardia del embajador del Japón. Venía a hacer una protesta oral por algo que se publicó en el diario y que no le gustó. Le atendí con atención y respeto. Sacó un documento de su cartera, lo leyó solemnemente y lo volvió a esconderlo en su portafolio. Le sugerí que me dejara la nota. No, me respondió, sólo es una protesta oral.
El periodista no representa a casi nada. Va de paso por la vida al igual que el diplomático. Pero tiene una intendencia mucho más mediocre. Trabaja sin estructuras y sin secretarias. Lleva un bloc y toma notas. Hace preguntas. Luego cuenta lo que le parece. Ciertamente, no es de fiar porque no entiende lo que está en juego. Ni falta que hace.
Una vez, al terminar una recepción en la embajada española en Paquistán, estábamos en plena guerra fría, nos enzarzamos en una discusión conceptual con el embajador de turno. Quizás por los canapés y el alcohol que circulaba con fluidez por las salas de la delegación, pasamos al tuteo de forma espontánea.
Vosotros, los diplomáticos, le dije, pensáis que sois más importantes que los periodistas, pero os duele que seamos los periodistas los que tengamos más influencia. El viejo colega y amigo, Ramon Vilaró, primer corresponsal de El País que publicó la primera crónica en portada en el primer número del diario, sabía cómo poner nerviosos a los diplomáticos con dos adjetivos y un titular.
Fue Ramon Vilaró quien le arrancó al secretario de Estado, Alexander Haig, la célebre respuesta de la diplomacia americana mientras el golpe de estado del 23-F estaba en curso. Esto es una cuestión interna, dijo Haig. Y Vilaró lo publicó en portada. Todavía resuenan en la historia de aquella noche las palabras que captó mientras el secretario de Estado entraba o salía de su coche. El periodista tiene algo del legendario Colombo.
El diplomático necesita al periodista pero el periodista puede prescindir del diplomático. Se ven, se hablan y cruzan su desconfianza mutua de forma amable. Son dos profesiones distintas. Complementarias pero no iguales. El diplomático representa con orgullo al Estado y el periodista piensa en su director y en qué página se publicará su crónica. Dos vanidades distintas.
Sr.Foix: la ventaja del periodista es que no necesita ser diplomático para ser buen periodista…
Sr.Foix: Buena descripción. Me quedo con el último parrafo.
Pienso que para algunos periodistas, es una profesión de alto riesgo.