Hay motivos para aceptar como algo inevitable que Europa no se recuperará de las tensiones provocadas por la crisis y por el sentimiento muy extendido de que estamos al fin de un ciclo que desplazará definitivamente la centralidad del mundo hacia Asia y el Pacífico. Pero este cambio no se va a producir de manera inmediata. Arnold J. Toynbee estableció la teoría cíclica de las civilizaciones que nacen y mueren en compañía de los siglos que las van sepultando. Pero las corrientes de fondo que mueven a las culturas y a los imperios no se detienen abruptamente.
Ahora hace cien años, en vísperas de la Gran Guerra, Oswald Spengler concluyó su gran obra, La decadencia de Occidente, en la que exponía que las civilizaciones tenían ciclos de vida naturales y que el mundo occidental había llegado a su ocaso. En las sociedades abiertas y libres, la tendencia a ennegrecer el futuro es un recurso frecuente que conduce al pesimismo ambiental y a situaciones de miedo colectivo.Ya se sabe que el miedo no es sobre lo que vivimos o sufrimos sino sobre las incertidumbres que proyectan nuestros presagios.
En Occidente en general y en Europa en particular parece como si estuviéramos pasando hoja entrando en un espacio en el que nos esperan grandes sufrimientos. El futuro se inventa y todas las predicciones son cuando menos precipitadas.
El siglo XX empezó con la belle époque, que significaba el progreso, la ciencia y la «carga del hombre blanco», expresión de Kipling para civilizar a las sociedades colonizadas en África y en Asia. Empezó con gran euforia y penetró en las tinieblas de las dos guerras más feroces y sanguinarias que ha conocido Europa y acabó con el periodo más largo de convivencia, paz y bienestar que ha vivido la vieja civilización europea, tan a punto siempre de quedar sepultada en los sarcófagos de la historia.
La situación no es para entusiasmos sin fundamento. Sólo hay que observar el comportamiento de las economías de Alemania y Francia en el segundo trimestre para deducir que las medidas de austeridad no han dado los resultados esperados. Las desigualdades crecen amenazando los valores clásicos de la meritocracia y de la justicia social de las sociedades democráticas. El debate que ha abierto Thomas Piketty con su libro Le capital au XXI siècle tiene partidarios y detractores. Pero el autor da especial importancia a la contradicción fundamental del capitalismo, que se centra en las desiguales relaciones entre el crecimiento económico y los rendimientos del capital.
La llamada crisis de Occidente no es, a mi juicio, porque en Asia se produzca más y más barato sino porque el sistema occidental se ha dejado llevar por la euforia del crecimiento sin esfuerzo, por haber abandonado la cultura del ahorro por la del crédito, por crear una cultura tan liberal económicamente que ha dejado en la cuneta millones de excluidos sociales que difícilmente podrán reingresar en los amplios espacios que hasta ahora conocíamos como clases medias.
La decadencia no es del arco que va desde Australia a Europa pasando por Estados Unidos y Canadá. La decadencia se encuentra más bien en aguantar un sistema enquistado en los aspectos menos humanistas y más egoístas en el que se practica un darwinismo guiado por los mercados y las finanzas.
Europa puede y debe revertir esta sensación de derrota. La política ha de volver a ser el instrumento más idóneo para servir a los intereses ciudadanos. No puede quedar impune la corrupción que es causa principal de las desigualdades. Hay que desterrar los ardores mesiánicos y desconfiar de los salvapatrias.
Todo ello debería desarrollarse en un marco de libertades y de debate público en el que puedan expresarse los puntos de vista de las mayorías y respetarse igualmente los de las minorías.
Europa tiene larga vida. Puede que volvamos a tropezar en las mismas piedras que han hecho que lo normal sea la guerra entre reinos, estados y pueblos.
La opción más inteligente, más práctica y más solidaria es recuperar aquellas ideas que producen una sociedad más justa y menos tramposa. Las nuevas tecnologías son hoy instrumentos de control al alcance de todos. Para fiscalizar y también para exigir responsabilidades.
La decadencia, en todo caso, no está en la política sino en las conductas de los que la gestionan. Es cierto que el sistema se ha deteriorado pero tiene reparación. La gran incógnita es si esta regeneración podrá hacerse sin confrontaciones violentas como ha ocurrido en el pasado.
Publicado en La Vanguardia el 20 de agosto de 2014
Estoy de acuerdo con su análisis de la situación europea. Añadiría que no solo los políticos tienen responsabilidades, también los ciudadanos al no tener criterios en los que prime la razón y la justicia, y la bondad. Cada día que pasa Europa es una desunión más grande, y se debilita. Lo antiguo vuelve en formas arcaizantes como los nacionalismos (todos, por supuesto) y las soluciones populistas. La historia no es lineal y por ello no se puede volver a un antiguo edén que nunca existió. Es triste ver como la ira y la venganza, junto con la avaricia, dominan el mundo.
http://estaticos.elmundo.es/documentos/2014/08/22/consejogarantias.pdf
Está bien
Sr.Foix: dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor…pero lo cierto es que ningún sistema corrupto del pasado se ha autoregenerado a si mismo por las buenas…