El día que salí de casa y nadie me pidió que me identificara con el pasaporte hasta que llegué al hotel en que me albergué en Munich, pensé que Europa había dado un gran salto. Me beneficiaba por primera vez del tratado de Schengen, que suprimía los controles en las fronteras interiores y había trasladado los controles a las fronteras exteriores.
Me acordé en aquella primavera de 1995 de las Memòries de Josep Maria de Sagarra –no quiso relatar su vida más allá de 1914– en las que cuenta que transitaba por toda Europa sin que nadie le pidiera documentación alguna. Le bastaban unas cuantas onzas de oro para llegar a Berlín o a San Petersburgo. La creación de nuevos estados después de la Gran Guerra significó la imposición de pasaportes para ir de París a Londres o de Barcelona a Roma.
Las fronteras se convirtieron en muros burocráticos infranqueables sin presentar el pasaporte. La primera vez que pasé a Francia y recorrí en autostop varios países europeos mi pasaporte quedó estampado con los sellos nacionales de siete países. Era en agosto de 1961, el año en el que Jruschov ordenó la construcción del muro de Berlín. Y no fuimos más allá de la República Federal de Alemania.
Cuando en plena guerra fría se atravesaban las fronteras de países del Este que hoy están en la Unión Europea había que obtener visado y responder a muchas preguntas sobre el objeto del viaje, con quién me iba a ver y dónde me alojaría.
Estos veinte años de libre circulación interior están de hecho acabándose por la llegada masiva de refugiados, inmigrantes económicos y personas a quienes les atrae el estilo y las formas de vida europeas. Se levantan muros y alambradas entre países que quieren detener la entrada de forasteros. Se invocan motivos de seguridad y de rechazo al que es diferente.
Es consecuencia del miedo a perder el trabajo, al terrorismo o a la amenaza a la identidad cultural o nacional. Europa está regresando a la desconfianza entre sus pueblos y naciones. Estas desconfianzas se han traducido a lo largo de la historia en conflictos y en guerras endémicas. No olvidemos que lo más normal en Europa era incubar guerras interiores y fomentarlas en los territorios colonizados. Se sorprenderá usted, le escribía Federico II de Prusia a Voltaire, que ahora no estamos en guerra con nadie. Una excepción.
Los resultados de las elecciones regionales francesas no señalan ninguna guerra inmediata. Pero sí que indican que el frente político xenófobo se extiende, elección tras elección, desde Finlandia hasta Grecia pasando por prácticamente todos los países atemorizados por los que llegan.
El Gobierno de Viktor Orbán en Hungría ha llegado a equiparar la inmigración con la delincuencia y ve a los refugiados como una amenaza a los valores cristianos europeos. El mismo criterio sostiene el recién elegido Gobierno polaco, que recupera las tesis más nacionalistas que representa el partido de Ley y Justicia, triunfador de las elecciones después de ocho años en la oposición. El partido xenófobo de los Verdaderos Finlandeses forma parte de la coalición de gobierno en Helsinki y proclama un no explícito a la inmigración. En Eslovaquia, Austria, Noruega, Dinamarca y Gran Bretaña los partidos xenófobos y antieuropeos están al alza y contaminan la centralidad política que se han repartido los democristianos y los socialdemócratas en los últimos setenta años. Sus posicionamientos influyen en los partidos conservadores y en la izquierda clásica.
No puede caer sólo Schengen, sino también una cierta idea de Europa basada en el humanismo, el respeto y la aceptación del otro. Alemania va a recibir este año 964.000 refugiados. Polonia tiene asignados 4.500 y no hay certeza de que los acepte. ¿Y España? No llegan a dos mil refugiados los que Rajoy quiere aceptar.
Estamos intentando resolver con bombas la amenaza yihadista en el llamado Estado Islámico y cerramos las puertas a los que huyen de aquel infierno.
El filósofo alemán Jürgen Habermas sugiere una fórmula que no aceptarán los partidos de derecha extrema. En su libro La inclusión del otro habla de la ciudadanía multicultural que se basa en la adhesión voluntaria a unos principios constitucionales, dejando completa libertad para que cada cual siga las tradiciones de su tribu o etnia con la condición de que todos se eduquen y respeten una cultura política común. Es una respuesta a pensadores comunitaristas como el canadiense Charles Taylor.
Los casi 50 millones de musulmanes están aquí para quedarse. La solución no son los partidos xenófobos, sino un esfuerzo común para convivir bajo el paraguas de los valores políticos y cívicos que se decida compartir.
Publicado en La Vanguardia el 9 de diciembre de 2015
Sr. Foix, Habermas resumió su fórmula política en una frase: «Patriotismo constitucional». Me sorprende que no la cite. En todo caso, lo que vemos es una subida de la xenofobia y del nacionalismo, que siempre van de la mano. Escocia, Padania, Cataluña, Polonia, Hungría… Son regiones europeas donde crece esa hierba maligna.
Sr. Foix .
Termina su articulo diciendo que los partidos xenófobos no son la solución. Naturalmente que NO.
Con anterioridad señala que en Eslovaquia, Austria, Noruega, Dinamarca y Gran Bretaña, los partidos antieuropeos y xenófobos están en alza. Se olvida Vd. del resultado del Frente Nacional en Francia, aunque sea en la regionales.
En democracia lo que cuenta es los resultados en las urnas.
Mi pregunta es, ¿ que es lo que están haciendo rematadamente mal los partidos Demócratas implantados en nuestra EUROPA ?.
Correría el verano del 97. Recuerdo aún vivamente una imagen llegando en tren a Budapest desde Viena. Era por la mañana. Primero apareció una mujer soldado austriaca comprobando los pasaportes y al poco de cruzar la frontera con Hungría pude ver una hilera de tanques que subían unos soldados a un tren. El caso es que llegamos a las puertas de Budapest y todos pudimos ver un gran campamento de chabolas donde se movían cientos de personas como si fueran hormigas. Desconozco si estas personas eran húngaros o de otra nacionalidad pero recuerdo que el centro urbano era una gran isla turística rodeada por desolación. Luego en Praga me enteré que en las estaciones de la ciudad había campamentos de rumanos que no eran bien vistos. Por aquel entonces aún estaban activas las guerras yugoslavas y en los países del este se había dejado atrás apenas una década al comunismo y ansiaban su ingreso en la Unión Europea. Pese a todo esto no me lleve una mala impresión de sus gentes, desde su humildad y educación me ayudaron en todo, pero estaba cada vez más claro que eran una sociedad en transformación, lamentablemente a lo que estamos viendo. Y es aquí donde reflexiono y pienso que el paso radical de un sistema a otro, en este caso del comunismo al capitalismo salvaje, por muy buenas que sean sus gentes provoca estragos que condicionan a todos.
Sr.Foix: el respeto a la cultura política y cívica común sería lo deseable, pero la mayoría de las veces ese deseo choca con unas costumbres religiosas que intentan imponer sus reglas por encima de los demás…hay una guerra solapada desde hace tiempo, pero matar a cualquier persona que va en contra de nuestra ideologia o religión no sirve de excusa, no es ninguna excusa, es simplemente un crimen…
Estoy de acuerdo con su comentario sobre las costumbres religiosas. Para un musulmán su religión está antes que las leyes de un país que consideran cristiano (todos los de Europa) y por lo tanto infiel. Un ejemplo del día a día, la mujer se considera inferior al hombre. Nuestra cultura no es que haya alcanzado un trato correcto a la mujer, de hecho ganan menos que los hombres, pero si existen leyes que tratan de favorecer un trato más equitativo y respetar sus derechos como persona.
Me gustaría que la idea de Habermas se convierta en realidad, pero soy pesimista porque creo que nosotros los europeos no sabemos ni lo que somos, lo queremos y adonde queremos ir. Y el resto del mundo si parece saberlo.
En realidad se necesita un nuevo concepto de cultura. Se debería empezar a denostar toda costumbre o tradición que afecta a la dignidad de la persona humana: servidumbres, sexo, ideas incompatibles con los conocimientos actuales empíricos, supersticiones, magia, patriarcado… La admiración que sentimos por culturas antiguas raya, en ocasiones, la estupidez cuando se las sitúa como un referente mejor que los mejores logros de nuestra civilización actual. Un ejemplo la cultura egípcia. No debemos olvidar de donde venimos pero no es útil convertir todo en un mito. Al fin y al cabo es la pervivencia del romanticismo.
Me contesto a mi mismo, lo cual no deja de ser paradójico. Me ocurre que cuando expongo un comentario después pienso no me he expresado bien, incluso no estoy de acuerdo con algo que he escrito, o al menos con lo que parece decir. En este caso, se refiere a que puede parecer que no creo que el mundo musulmán pueda evolucionar a su ritmo y según sus criterios. Creo que si lo puede hacer pero percibo una gran distancia cultural respecto a nuestra cultura europea que me resulta incómoda. Sin embargo, reconozco que en mis escasos contactos con personas que pertenecen a esa cultura he comprobado que, como en todas partes, hay personas amables, tolerantes y otras que no lo son. No queda más remedio que convivir y ser tolerantes pero respetando las leyes como dice el Sr. Foix.
La tolerancia José A, como todas las virtudes tiene sus limites, si lo que se tolera es la maldad y la impunidad, entonces la tolerancia se convierte en algo criminal y execrable…