El atentado de Londres es un ataque a uno de los centros más emblemáticos de la democracia parlamentaria. El hecho de que el terrorista hubiera nacido en el condado de Kent, se hubiera cambiado de nombre, pasara unos años en Arabia y viviera en un barrio de Birmingham con su familia de tres hijos, indica hasta qué punto es difícil controlar el terrorismo que se alimenta con ideas que proceden del radicalismo islámico pero que convive en la normalidad de sociedades democráticas.
Desde los atentados del 11 de setiembre de 2001, el golpe más espectacular y sangriento del terrorismo de cuño islámico, han evolucionado las técnicas y los procedimientos. Pero hay un elemento que perdura y que es muy difícil combatir.
Muchos de los centenares de atentados desde entonces tienen en común el desprecio de la propia vida de quien comete matanzas indiscriminadas. Los que han matado en París, Niza, Londres, Madrid, Berlín y otros puntos del mundo sabían que morirían.
El terrorista clásico no se inmolaba. El que actúa supuestamente en nombre del Estado Islámico mata suicidándose. En cierta manera se constituyen en una bomba letal que puede actuar en cualquier lugar del mundo. Con explosivos, camiones, navajas, cuchillos, hachas o cualquier otro artificio casero.
Matan con cualquier artefacto. Y lo hacen con ideas que han sido transmitidas desde supuestas escuelas que enseñan el odio a las sociedades libres o incubadas en suburbios de las grandes ciudades europeas. De poco sirven los ejércitos o los arsenales nucleares, las flotas o los aviones.
Es una guerra de ideas que se libra con el arma elemental de la propia vida. Ante esta nueva y perversa forma de destruir los sistemas democráticos no hay una respuesta única. La fuerza no es suficiente. Hace falta más inteligencia y más “poder suave” para destruir a un enemigo que tiene un concepto de la vida muy distinto al occidental.
Los autores de estas matanzas conviven entre nosotros. Es un misterio cómo se suman a una causa que les llevará a la muerte en el momento en que activen su irracional instinto mortal. Es más complejo encontrar formas para combatir a este tipo de asesinos.
Gracias Rosamaria
Només sembla haver-hi algunes pistes: tots els suïcides que moren matant són (excepte el pilot de German Wings) de religió musulmana. La segona pista és que potser resulta més fàcil esdevenir un fanàtic si ets pacticant d’aquesta religió… i dic «potser», perquè no ho sé pas. Una tercera pista és que algú -i contra aquests s’ha d’anar molt especialment- són capaços d’inculcar a mentalitats prou dèbils i/o potser també als marginats d’aquesta religió- que morir matant porta directament a una mena de paradís d’on brollen tota classe de plaers.
No veig pas cap solució al problema. Ans al contrari. Per mimetisme s’hi podrien sumar els marginats en general, ja no per fanatisme religiós sinó per simple ràbia i odi a una societat que els ha abandonat sense compassió.
Val a dir que no estem fent les coses bé. A Europa, durant forces anys, s’havia posat l’individu com a centre; el benestar individual; la sanitat; l’educació… valors que aquests darres anys de neoliberalisme salvatge han passat a segon plà. L’individu ja o compta gaire. Només la pela.
Trista Europa, mancada d’imaginació i arrossegada no només pels petits populismes d’estat sinó pels grans populismes mundials que rauen als grans poders creats per la globalització. Pobres de nosaltres!
Molt bona reflexió Sinera.
A mi, el tema també em supera, igual que a en francis black.
Els fanatismes són psicologicament molt complicats perque no atenen a raons….
Ni idea. Me supera por mucho.
Sobre el tema dejo esto que escribí este verano: http://bit.ly/2nlpUkM
Pero hoy me gustaría compartir con vosotros también otra historia: http://bit.ly/2nldIAi
Saludos,
Francesc
Felicitats pels articles Francesc !!
Gracias Rosamaria