Todos los pueblos se enamoran de sus símbolos, que los transforman en emociones a través de desfiles militares, celebraciones patrióticas, fiestas sociales o victorias deportivas. Rusia vive estos días un gran festival del nacionalismo deportivo que mueve los sentimientos de cientos de millones de personas de países y continentes distintos, desde Senegal hasta Japón.
Los ingleses no pierden su entusiasmo hacia la monarquía aunque sea una institución que no tiene poder político alguno. La reina Isabel II, a sus 92 años, luce con elegancia su vejez, viste telas de colores fuertes, siempre con los guantes puestos o en la mano, asiste a bodas de nietos y reune a biznietos, sin que su legitimidad sea discutida. Una simbología imborrable es la fiesta aristocrática de Ascot, donde el glamur se disputa en las testas de las señoras que se cubren con sombreros exóticos pero de una elegancia indescriptible. A los caballeros les basta alguna variedad de los sombreros de copa con los que se cubrían sus abuelos victorianos.
Los ingleses son amantes de sus símbolos como lo son los franceses, canadienses, rusos, norteamericanos y alemanes. Todo pueblo y toda cultura tiene sus imprescindibles y respetables señales de identidad. La simbología española existe y es tan potente como variada.
El problema se plantea cuando los símbolos lo son todo. Volviendo a los ingleses, supieron hacer revoluciones que no atacaran el principio de legitimidad y no se fiaron de los fundamentos abstractos de la política. Es sintomático que ni el fascismo ni el estalinismo pudieran suscitar emoción más que en unos pocos en los años treinta del siglo pasado. Tienen la ventaja de que no se fían de los intelectuales a los que escuchan atentamente, pero van a lo práctico, a los intereses, a la realidad de la vida ordinaria.
Justo lo contrario de lo que vivimos en Catalunya desde hace ya seis años, donde la simbología y las gesticulaciones han sustituido a la política. La retórica independentista ha dibujado enemigos externos e internos. Ha actuado al margen de la ley sabiendo lo que ello comportaba y luego ha tejido una muy inteligente red de simbología permanente que mantiene el entusiasmo de muchos.
El procés no ha desaparecido, pero ha fracasado a juzgar por los resultados. Y nadie lo quiere admitir. Se ha producido un cambio en el panorama político y en vez de aprovechar los nuevos vientos que soplan para intentar poner lañas en la cristalería rota, se sigue con el mismo discurso. Mariano Rajoy ya no está. Pedro Sánchez no entusiasma. Ahora, el foco es el Rey, al que no se quiere saludar en Tarragona a pesar de la inauguración de los Juegos del Mediterráneo. Seguimos en la política de los gestos simbólicos que no conducen a ningún puerto. Como decía el clásico, contra la estupidez hasta los dioses luchan en vano.
Publicado en La Vanguardia el 21 de hunio de 2018