Por dieciséis fines de semana consecutivos los manifestantes para la democracia se concentran en varios puntos estratégicos de Hong Kong para protestar contra una ley de extradición que Pekín había impuesto a lo que hasta que dejo de ser colonia británica en 1997.
Cuatro meses de protestas, enfrentamientos, violencia, amenazas y tensiones no han enviado a casa a los manifestantes. Ni siquiera cuando la gobernadora, Carrie Lam, retiró la ley de extradición. Las protestas continúan en vísperas de que China celebre el 70 aniversario de la República Popular conmemorando aquel primero de octubre de 1949 cuando Mao Zedong entró triunfalmente en Pekín.
Aunque la isla de Hong Kong y la península de Kowloon fueron cedidas a perpetuidad a Gran Bretaña, la China de Mao no aceptó jamás la colonia británica en lo que consideraba su territorio y que fue adquirido durante las dos guerras del opio del siglo XIX. Después muchas tensiones los británicos decidieron transferir la colonia entera a China en un supuesto arrendamiento de terminaba en 1997. Con la condición dew que los ciudadanos de Hong Kong preservarían su sistema político, sus libertades y su forma de vida durante al menos cincuenta años.
Lo que está en juego en Hong Kong no es una ley determinada ni la presencia cada vez más poderosa de las instituciones chinas en la ex colonia. Lo que preocupa es que se pretenda asimilar un territorio autónomo que es seguramente hasta ahora, uno de los espacios democráticos y de libre comercio más emblemáticos del sudeste asiático.
Los manifestantes demócratas de Hong Kong se concentran por millares cada fin de semana. En su mayoría son jóvenes y muchos de ellos llevan paraguas abiertos. Al caer el día y entrar en la noche empiezan los enfrentamientos con la policía que actúa con restricción pero sin contemplaciones. China sabe que las televisiones internacionales están retransmitiendo en directo todo lo que ocurre. Los manifestantes han cerrado el gran aeropuerto internacional de Hong Kong, han ocupado estaciones de tren, han interrumpido en tráfico y han quemado objetos y mobiliario en plena calle. La policía usa balas de fogueo y gases lacrimógenos para dispersar a los manifestantes. Pero no ha habido ni una sola víctima.
La pugna sigue y la comunidad internacional está expectante en ver el desenlace de este enfrentamiento entre un territorio de poco más de diez millones de habitantes y el país más poblado de la tierra y, sin duda, una gran potencia económica y militar. Los recuerdos de la matanza de la plaza de Tiananmén de 1989, la gran foto de un solo chino plantando cara a una columna de tanques, miles de muertos y una gran represión posterior está en la mente de todos.
Vale la pena resaltar en primer lugar la valentía de esos miles de manifestantes que se arriesgan a los efectos de una probable represión por parte de las autoridades de Pekín. También se puede remarcar la prudencia de las autoridades chinas en no repetir las masacres de hace treinta años.
La situación no puede perdurar indefinidamente. El problema es que los manifestantes no parecen dispuestos a aceptar promesas de libertades sin la seguridad de que se cumplan. El afán para controlar los territorios es una constante de todas las potencias. Los chinos, es cierto, no han sido tradicionalmente invasores. Muchos chinos han emigrado a lo largo de la historia y son los que controlan los puestos clave en muchos países del sudeste asiático.
Pero el gobierno nacionalista de la India, presidido por Narendra Modi, ha hecho aprobar una ley en el parlamento de Delhi eliminando la autonomía de la provincia india de Cachemira equiparando a todos los efectos políticos, culturales, jurídicos y económicos al resto de la India. La misma tendencia se observa en la Rusia de Putin al querer recuperar las repúblicas que se independizaron de la Unión Soviética a partir de 1991.
La prueba de fuego está ahora en Hong Kong. De su desenlace podría depender lo que ocurra en Taiwan en los próximos años.