Uno de los rasgos que se detectan en los populismos que han aparecido en las democracias liberales es la resistencia a aceptar que han perdido la hegemonía política, cultural y comercial en el mundo globalizado. Me refiero a la Inglaterra de Boris Johnson y a los Estados Unidos de Donald Trump, dos políticos al frente de las dos democracias que han perdurado más tiempo y con más éxito.
El divorcio entre el Reino Unido y la Unión Europea, perpetrado en la medianoche del 31 de enero, una hora menos en Londres, no ha sido una separación amistosa por muchos que hayan sido los meses de negociaciones y debates interminables, especialmente en la sociedad británica. Ha sido una ruptura suave en las formas pero muy dura en el fondo.
Inglaterra ha mirado por el retrovisor y ha imaginado grandezas imperiales que había que recuperar
Pienso que las profecías deberían ser incompatibles con el periodismo, pero me temo que el Brexit ha sido una puñalada en el vientre de la estabilidad política y económica europea y, por lo tanto, también británica.
A quienes admiramos el talante de un pueblo que ha aportado tanto a la cultura y a la historia de Occidente nos duele comprobar cómo un nacionalismo populista, basado en mentiras y en un complejo de superioridad impostado, puede llevar a un país a dar un paso atrás en el tiempo para recuperar una independencia que nunca había perdido.
La Revolución Gloriosa de 1688, al igual que la revolución americana un siglo después, se construyó en torno a la relación de la gente con sus intereses, con el comercio, con los productos manufacturados y con las ambiciones de unas clases medias que establecieron la división de poderes de forma sutil pero real, algo que hizo que aquella revolución menos aparatosa que la francesa de 1789 haya perdurado hasta nuestros días sin mayores sobresaltos. Los revolucionarios franceses pusieron sobre el altar las ideas y la razón, mientras que los ingleses priorizaron sus intereses por encima de sus fantasías.
Inglaterra ha mirado por el retrovisor y ha visto grandezas imperiales pensando que se podían recuperar aunque fuera en el imaginario colectivo de los auténticos y verdaderos ingleses. Adlai Stevenson fue candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos y John Kennedy lo designó embajador en la ONU. En uno de los debates, dijo que Inglaterra había perdido un imperio y no había encontrado su lugar en el mundo.
Se ha dicho que Inglaterra ha sido la vencida de las guerras que ganó. Recuerdo un seminario celebrado en Baviera hace unos años en el que se trataba de las relaciones entre el Reino Unido y Alemania, poco después de la caída del muro de Berlín y en vísperas de la unificación alemana. Había exministros británicos de varios partidos, el preboste de Oxford, académicos, empresarios y banqueros de la City. Presidía el encuentro el expresidente de la República Federal Alemana Richard von Weizsäcker, un político democristiano respetado por todos, acompañado por industriales, escritores y expolíticos de la república federal.
Por primera vez descubrí que la guerra no había terminado, en el sentido de que los británicos no han aceptado que la Alemania que derrotaron fuera hoy más poderosa y más moderna industrialmente que la vieja Inglaterra. La lectura del interesante libro de Fintan O’Toole Un fracaso heroico me lo ha recordado.
¿Por qué no hubo fotografías de Margaret Thatcher y Helmut Kohl dándose la mano en la puerta de Brandemburgo equiparables a las de Kohl y François Mitterrand en Verdún en 1984? Porque Thatcher llevaba en su bolso mapas que mostraban la expansión alemana bajo los nazis. Era una cartografía mental que el conservadurismo inglés no ha superado porque era el mapa de una Europa confrontada que permanece en la imaginación de muchos británicos. Europa superó la Segunda Guerra Mundial y Gran Bretaña no. Se podría decir, sugiere O’Toole, que Inglaterra no se sobrepuso a haber ganado la guerra.
Una de las obsesiones expresadas repetidamente por Donald Trump es su aversión a que los norteamericanos prefieran los coches alemanes o japoneses a los producidos por la industria de su país. El presidente de la primera potencia mundial busca enemigos externos para combatir la devaluación de las clases medias y el crecimiento exagerado de las desigualdades entre los pocos que cada vez tienen más y los muchos que cada vez tienen menos. ¿importar los mejores coches de los vencidos? No y mil veces no,apunta Trump.
Ya no estamos en la guerra fría con un enemigo definido al que hay que abatir. Los adversarios son los aliados de ayer y los que compiten hoy en la batalla comercial en el mundo globalizado. La Unión Europea y China son las amenazas que explican hasta cierto punto el repliegue nacionalista de Inglaterra y de Estados Unidos, que actúan más por un extraño miedo a aceptar las consecuencias de la globalización que ellos mismos pusieron en marcha pero que ya no pueden controlar. El mundo se nos ha ido de las manos y se busca la protección en la propia identidad, como si fuera, que no lo es, una foto fija de la historia.
Publicado en La Vanguardia el 5 de febrero de 2020
Da gusto leer esos análisis, a mitad de camino entre sociologia, psicologia e historia. Me pregunto si alguna vez la educación hará seres libres y con suficientes conocimientos para tener suficiente sentido crítico y no dejarse engañar, o mejor dicho, seducir, para albergar sentimientos contrarios a la razón, a la historia, y al progreso de todos. Ha pasado en el Reino Unido, pasa en EEUU, y pasa en nuestra casa.
Sr. Foix : Me gusta leer sus artículos, porque en ellos aprecio su mente talentuda, que con su sentido común, sabe exponer con sencillez meridiana, la panorámica y compleja realidad de las actuaciones del ser humano, en su convivencia social, política, económica, religiosa, judicial y militar, ect. Pues son varias las convivencias humanas.
Pero generalmente siempre esta presente la codicia, la corrupción social e institucional del sistema, la falta de ética y de la honradez, ect….ect.