No es habitual encontrar un personaje con proyección pública que suscite un reconocimiento unánime el día de su traspaso. Joan Margarit paseó sus poemas por el mundo académico, por los ateneos, por las plazas, por los claustros y por los pueblos. Era un apasionado de la palabra que la cincelaba como el picapedrero da los golpes finales a los sillares de un gran edificio. Lo que más apreciaba de Margarit es el entusiasmo que ponía en recitar sus versos en audiencias de todos los formatos ya fuera en un bar, en un recital o en cualquier evento literario. Suscitaba interés por la poesía, aparentemente tan minoritaria, pero social y culturalmente tan penetrante en el espíritu humano desde la noche de los tiempos.
Conocí a Margarit en recitales de las fiestas mayores de la Segarra profunda, en sus estancias en el pueblo de Forès, que mira a la Conca y al Urgell, en su patria primera, Sanaüja, en Tàrrega, Cervera y, naturalmente, en Barcelona. Nos habíamos encontrado en el restaurante Cal Travé de Solivella, donde era un cliente distinguido porque escribía versos para las etiquetas de las botellas del excelente vino que producía la casa.
Leer las memorias de infancia y juventud de Joan Margarit es una incursión en el itinerario vital de un poeta que vino al mundo cuando las bombas franquistas caían ciegas y mortíferas sobre Sanaüja y alrededores en los vuelos rutinarios y de desgaste que salían del otro lado del Segre. Margarit dominaba el lenguaje y recreaba los ambientes de su trayectoria juvenil con poemas realistas y ordenados. La trayectoria del joven Margarit es inestable desde el punto de vista geográfico. Nace en 1938 cuando la causa republicana estaba ya perdida y fueron muchos los que cruzaron las trincheras para pasarse a la zona franquista.
En aquellos meses de pesimismo y de incertidumbre el padre de Joan, que había permanecido escondido en su pueblo, toma una decisión insólita: sale del escondite y se presenta en las filas del bando republicano. Hasta que se rompió el frente del Segre en las Navidades de 1938 viviría meses de derrota en derrota hasta ser empujado con el ejército vencido hacia la frontera con Francia y ser recibido con hostilidad por las autoridades francesas que intuían la invasión de los nazis alemanes unos meses después.
Aquellos hechos primerizos marcaron la infancia y la primera juventud de Margarit tal como expone en Per tenir casa cal guanyar la guerra (Proa). Se adapta a los lugares y ambientes de un país desgarrado y trinchado material y moralmente por la guerra. Describe los recuerdos lejanos del ambiente de su Sanaüja natal y las visitas a la abuela y a la familia en los periodos estivales. Después continua su recorrido vital, que le lleva a Figueres, Rubí, Girona, Tenerife, Las Palmas y Barcelona.
Empezamos a tratarnos asiduamente al producirse la muerte de su estimada Joana en junio del 2001. Había visto cómo la discapacidad de su hija era una preocupación y a la vez una dedicación silenciosa de Joan y Mariona, que supieron tratarla con el afecto y la madurez que su hija merecía. Recuerdo un recital en Tàrrega, con Xavier Ribalta como cantante y Margarit leyendo poemas mientras Joana seguía la función con gran curiosidad. A mí me encargaron que hiciera la presentación del acto en un Ateneu lleno a rebosar. Uno de los libros más sobriamente enternecedores, cálidos y humanos, es el de Joana, donde evoca lo que significó la vida de la hija para todos.
Era junio del 2001 en las alturas del cementerio de Montjuïc. Cielo azul, fresco, mañanero. La falda de la montaña que mira al mar es una enorme ladera fragmentada, de ventanas muertas, de flores marchitas, de mármoles viejos, de fechas borrosas y de nombres desconocidos. Nos reunimos muchos amigos para decir el último adiós a Joana Margarit.
Llegamos en desorden, cada uno por su cuenta, temprano, cuando los buques anuncian con trompeteo esporádico su entrada o salida del puerto. Gentes muy diversas. Del mundo de la lírica, de la arquitectura, amigos de la Conca de Barberà, del campo de la pedagogía, personajes solidarios, todo un universo laico, sensible, que quería despedirse de Joana, tenía 31 años, con una ceremonia cívica.
A medida que avanzaba el adiós se percibía el contenido dolor de todos los que, tarde o temprano, conocimos el profundo drama de una relación que solo quien está dispuesto a querer puede comprender. En medio de aquel silencio matutino, primaveral, Joan Margarit volvió a leer el poema dedicado a su hija, el mismo que recitó en Tàrrega, el de Els ulls del retrovisor hablando con voz potente en el silencio matinal de la montaña.
Els ulls del retrovisor
Ja estem acostumats els dos, Joana,
que aquesta lentitud,
quan recolzes les crosses i vas baixant del cotxe,
desperti les botzines i el seu insult abstracte.
Em fa feliç la teva companyia
i el somriure d’un cos que està molt lluny
del que sempre s’ha dit de la bellesa,
la penosa bellesa, tan distant.
L’he canviat per la seducció
de la tendresa que il·lumina
el buit deixat per la raó al teu rostre.
I, quan em miro en el retrovisor,
no veig uns ulls senzills de reconèixer,
perquè hi brilla l’amor que hi han deixat
tantes mirades, i la llum, i l’ombra
del que he vist, i la pau que reflecteix
la teva lentitud, que és dins de mi.
És tan gran la riquesa que no sembla
que aquests ulls del mirall puguin ser els meus.
Poco más se podía añadir mientras el violoncelista Claret, discípulo de Pau Casals, interpretaba una pieza de Bach en medio de un recogimiento absoluto. Todo estaba dispuesto para que Joana recorriera el último tramo de su existencia con la cordialidad y dedicación que siempre habían caracterizado las singulares y entrañables relaciones que Joana había propiciado en su familia.
Desde aquel día de junio del 2001 descubrí en Margarit un gran poeta y un excelente arquitecto que calculaba las resistencias de la Sagrada Família durante muchos años. Pero también aprecié muy pronto su gran calidad humana. En uno de sus poemas de Es perd el senyal se define como un “hombre práctico, brusco, fiel y solitario. Agradecido”. Sabía dar gracias a quienquiera que le escuchara, que hablara de su obra, que entablara un diálogo sobre temas prosaicos o trascendentes. No olvidaba a quien se había fijado en el valor de su poesía. Sabía escuchar, que es una de las formas más sutiles de comprender.
A partir de la cercanía personal con ocasión de la muerte de Joana nuestro trato fue cada vez más asiduo. Nos habíamos visto en Forès, en Sanaüja, en Sant Just Desvern y, sobre todo, en el restaurante La Oca de Francesc Macià desayunando sin prisas. Habíamos quedado a las nueve y siempre llegaba a las ocho, tomaba un café, y empezaba a trabajar con la palabra en una libreta o unos papeles en los que iba escribiendo, corrigiendo y creando.
Siempre hablaba del libro que estaba a punto de publicar, de las traducciones al castellano o a otros idiomas, de las lecturas y de la calificación de los poetas de su tiempo. Era homérico y verdagueriano. Conocía la poesía inglesa, francesa, italiana y rusa. Conveníamos, así lo creo recordar, en que Shakespeare había sido el más grande de todos. Machado era un referente. Me hablaba de la ignorancia como una de las peores epidemias que puede sufrir una sociedad. Me decía que había dos personas que habían marcado mucho su vida. La abuela, inculta en el sentido social y literario, pero sólidamente sostenida por unos cuantos valores y mitos. Ella le enseñó, decía, la fuerza de los que tienen la suerte de nacer buenas personas, un destino tan poderoso, trágico a veces, como el del artista.
La abuela y Joana, decía, eran su principal referencia íntima de salvación personal. Me habló muchas veces del escrito que publiqué en La Vanguardia hablando de la hija fallecida y fui testigo de la huella que la hija desvalida le dejó durante mucho tiempo.
En sus memorias recrea muchos lugares en los que pasó su infancia con una nostalgia severa y despreocupada. Los paisajes humanos sobre la vida en el Turó Park de Barcelona en los años cincuenta son evocaciones literarias formidables. También el enaltecimiento que hace de Tenerife y Las Palmas, dos enclaves en los que plantará raíces efímeras pero que perdurarán en su imaginario hasta el fin de sus días. Margarit ha puesto en poemas trabajados artesanalmente muchos rincones del alma por los que ha transitado desde la observación y la soledad, pisando jardines sin chafar ninguna flor.
Su padre era un arquitecto que buscaba cualquier trabajo y el hijo se hizo adulto y maduro en la Escuela de Arquitectos de Barcelona especializándose en cálculos y estructuras que pondrá a prueba durante muchos años levantando la Sagrada Família gaudiniana. Margarit sabía de resistencias físicas materiales y morales. Era persona que aguantaba desde el silencio y, cuando se terciaba, desde la palabra.
Sus relaciones con el tío Lluís son lejanas pero intensas, descriptivas, sin dejarse ningún detalle. Seguía sus pasos vitales inesperados con una cierta fascinación y siempre con la protección de que todo clan familiar asume la complejidad de vidas poco canónicas. Gran personaje el tío Lluís Margarit.
Sus años en Canarias le dejaron el poso de la distancia con la que las mentes delicadas abordan los temas. Aquellos viajes de seis o siete días en barco desde o hacia Tenerife me recuerdan los muchos trayectos transatlánticos que Verdaguer hacía con la TransMediterránea de los marqueses de Comillas que fueron fuente de inspiración para sus poemas. Margarit tenía una pequeña casa en Colera, cerca de Porbou, y otra en Forès: el mar y la Catalunya profunda, vacía, tranquila i aislada.
La creación poética de Margarit contenía muchas horas y días de silencios interiores. No hablaba mucho de sus lecturas, pero solo con un bagaje cultural adquirido después de haber leído desmesuradamente se puede llegar a construir una obra poética como la suya. Todo poeta acreditado tiene un punto rotundo de metafísica. Recuerdo un recital de Margarit en una de las naves del claustro del monasterio de Sant Cugat, mientras tañían las campanas y se escuchaban al fondo los cantos de la misa dominical. Recitaba sobre el grado de verdad moral y sobre los espacios oscuros de nuestra existencia. Arrancó aplausos compactos que rompían el silencio ambiental con una estatua al fondo a la que los iconoclastas del país habían cortado la cabeza, no se sabe cuándo ni quién.
Para escribir un poema, nos dijo, tiene que producirse una mezcla de audacia y de humildad. Audacia para empezar a escribir después de Homero y Antonio Machado, y humildad para acabar el poema sin esperar nada, con la satisfacción de haber expuesto la belleza sin el retorno de los aplausos de las multitudes.
Recuerdo dos lamentos que resonaron en el claustro de Sant Cugat. “Los últimos metros siempre te romperán el corazón”. El otro grito fue que “pienso en los que quiero y no vendrán”. Un realismo ordenado y categórico recorre la obra de Margarit. Pienso que son los poetas y los filósofos, por este orden, los que cambian el mundo. Desde espacios pequeños y oscuros o desde altavoces poderosos para públicos amplios o para audiencias reducidas o minoritarias. El poeta canta verdades metafísicas, místicas, transcendentes, a través de lo más prosaico de la vida diaria. Canta realidades incómodas bellamente expresadas como los profetas hebraicos. Qué bien lo entendió Dante y con qué sabiduría y elegancia tradujo Sagarra la Divina Comedia.
Coincidimos en la Fira de Frankfurt del 2007 en la que Quim Monzó pronunció un trabajado y bello discurso de apertura en el año que se homenajeaba a la cultura catalana. Paseando por las librerías de la ciudad con Joan Margarit vimos varios vasos en las estanterías de librerías en los que constaba una frase que el poeta había escrito: “La libertad es una librería”. En una librería no hay peleas, comentaba, todos los libros hablan en silencio pero con fuerza, sin renunciar a lo que dicen pero sabiendo que unas estanterías más distantes hay otros que dicen cosas distintas. La libertad no muerde y las lenguas no se pelean.
Margarit era un espíritu libre y quizás por esto admiraba tanto a Verdaguer, al que consideraba el padre del catalán moderno a pesar de haber fallecido en 1902, cuando Pompeu Fabra no había ni siquiera empezado a trabajar en la normalización de la lengua catalana. Decía que Verdaguer es la encina que en este país nuestro siempre hemos necesitado. Primero, la quemamos y, en seguida, lloramos el incendio durante años. Quemar y llorar. La desolación y la rabia. La vida y la obra de Verdaguer no la hemos digerido del todo. Fue un hombre que con la palabra combatió los ataques de la burguesía, de la autoridad clerical de su época y de los poderes políticos y económicos del momento. Con la palabra se ganó el título de poeta del pueblo que todavía hoy es cantado sin saber que la letra es suya.
Las palabras de Margarit contienen conceptos esculpidos en la mente y en el corazón de los humanos. Una de las fuerzas principales de la poesía es su verdad. Sin erudición, decía, continuaría habiendo poesía pero sin verdad, no.
El pregón de las fiestas de la Mercè del 2010 fue un acto de sinceridad sobre su obra poética. Dijo que él era un escritor bilingüe y que era partidario de una Catalunya soberana, independiente, lo que fue acogido con gran satisfacción por los gérmenes del independentismo que lo jalearon. Quisieron aprovecharse de él pasándolo a sus filas y a sus programas culturales para forjar un relato secesionista. No les siguió. Dijo que lo dicho, dicho quedaba, pero que no le utilizaran. Era un espíritu libre.
Publicado en el suplemento Culturas de La Vanguardia el 20 de febrero de 2021
“Retorn al Turó Park” (1987):
“Més alts i foscos, els llorers cobreixen
els cavalls verds de bronze enmig del llac.
Quan el passat es converteix en somni
dessota els arbres que ja no existeixen,
com un luxe d’antany el parc estén
el seu color verd fosc dins els teus ulls;
tornen les pluges roses de l’estiu
damunt dels eucaliptus, i les veus
que ara esperen l’oblit. L’estany ombrívol
ha conservat els seus nenúfars,
ombres de vestits blancs en caure un vespre
com la lluna en el pit d’obscurs xiprers”.
Bon día, Sr. Foix:
Agradezco la lectura de su reflexión sobre la semblanza del Sr. Margarit E.P.D. Gracias por compartir sus vivencias con él. Toca la fibra. Según lo califica: Es un espiritu libre
Moltes gràcies.
Sr. Lluis Foix: Em quedo am tot el contingut del seu meditat i ple de sentiment humà, el seu article, sobre la vida i les obres, de » Joan Margarit,un esperit lliure «.
Si, un esperit lliure.
Pero compromés.
Impecable. Emocionante. Gracias Sr. Foix