El duque de Edimburgo supo caminar dos pasos detrás de la Reina Isabel II con estilo, divirtiéndose, viajando y permitiéndose declaraciones extemporáneas sobre los temas más sensibles. Su muerte ha ocupado las emisiones de televisión de la BBC y de decenas de canales de todo el mundo. Inglaterra sabe vender con toda pomposidad una institución que entró en declive hace dos siglos pero que fascina a los británicos y es respetada por millones de personas en el ancho mundo.
El príncipe Felipe, duque de Edimburgo, nació en Corfú, Grecia, poco antes de que la monarquía fuera abolida por los griegos. Estudió en colegios británicos, alemanes y franceses. Se nacionalizó británico, se alistó al ejército aliado en el Mediterráneo, participó en la invasión de Sicilia y a través de su tío lord Mountbatten se introdujo en las esferas de palacio hasta que en 1947 se casó con la heredera de la corona.
Los pactos de Estado no se escriben ni están en la Constitución que, por cierto, no tiene un texto escrito para consultar. La boda comportaba que Felipe desempeñaría el papel de la sombra inseparable de la Reina. Perdió la libertad pero se ganó la confianza del pueblo que ve en la monarquía la continuidad de la legitimidad histórica. Tenía una planta impecable, ojos azules, atleta, dominio del inglés de las elites, del francés y del alemán.
La serie The Crown nos ha presentado a su madre, la princesa Alícia, como una persona sorda, que padecía esquizofrenia y fue confinada en un asilo griego durante buena parte de la infancia de Felipe. Se recuperó, se hizo monja y fundó una orden ortodoxa. Al final de su vida, con sus rituales y su antigua vestimenta, se trasladó a vivir en una estancia de Buckingham Palace donde murió en 1969 a los 84 años.
El duque de Edimburgo cumplía el papel secundario que se le asignó. Se permitía excentricidades como su interés por los OVNIS, su afición a conducir carruajes de época, viajar por toda la tierra, jugar al polo y presidir más de ochocientas instituciones. Era un personaje simpático que se ganó la popularidad de los británicos, siempre fieros de conservar las cosas más viejas y solemnes.
Los momentos más interesantes de la Reina son los despachos con el primer ministro, misteriosos, secretos, llenos de mensajes protocolarios con el bien entendido que es el gobierno quien manda pero es el monarca el que arbitra cuando hay colisión de intereses entre el ejecutivo y el legislativo. El duque de Edimburgo no estuvo en estas reuniones con veinte primeros ministros ni tampoco en los encuentros con los presidentes norteamericanos, desde Truman a Trump.
La monarquía británica está tan identificada con el pueblo porque es una colorida copia de lo que fue. Les gusta las cosas viejas, los vestidos gastados por el tiempo, los uniformes imperiales que solo sirven para desfiles solemnes conmemorando victorias pasadas. La Reina es la persona más rica del país, tiene palacios en Londres, en Escocia y Gales, y es un espejo que se proyecta al mundo como la de un imperio que ha resultado vencido de las guerras que ganó.
Al tiempo que perdía gradualmente el poder, la Corona ha ido ganando en lo que pudiera llamarse aspecto reverencial que posee tanta importancia en una Constitución que no tiene texto y que está fundamentada en las tradiciones, las costumbres y la jurisprudencia.
Decía el anglófilo Augusto Assia, corresponsal de La Vanguardia en Londres en tiempos de la guerra mundial, que la Monarquía tiene una vertiente práctica, eficiente, sencilla, elástica y venerable. Es la ornamentación superflua de un país que mira su pasado como si la Royal Fleet dominara todavía los mares y el comercio y las finanzas mundiales pasaran por Londres. Se han conservado las más viejas ceremonias, los hábitos y símbolos de la antigüedad, las procesiones suntuosas, el boato, la pompa y circunstancia y las dignidades. Esta prestancia ejerce una gran fascinación sobre las gentes sencillas y cándidas.
Las elites protegen a la Reina, máxima expresión de la exclusividad reducida de los “we few, we happy few, we the band of brothers”. Es un país conservador que quiere conservar lo viejo y lo nuevo. El duque de Edimburgo era una pieza idónea para representar su papel en el gran teatro de las vanidades dinásticas que perduran generación tras generación y que son la piedra angular de la estabilidad política del que fue un gran país.
Gentes sencillas y candidas, escribe el Sr. Foix. Si. Con esta candidez que les hara hacer largas colas para despedir al consorte. En paz descanse.